miércoles, 29 de diciembre de 2010

¿BENEFICIA A LOS HIJOS LA CUSTODIA COMPARTIDA?


ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 28 DE DICIEMBRE DE 2010





La profunda crisis que actualmente azota a países de medio mundo tiene su reflejo en escenarios de lo más variopinto. En los despachos de abogados se asume que el descenso experimentado en el número de divorcios es otra consecuencia lógica de la actual coyuntura económica. A día de hoy resulta más viable realizar modificaciones a la baja de convenios reguladores ya existentes que iniciar nuevos y costosos procedimientos de separación. En cualquier caso, al tratar estos temas, los profesionales del Derecho detectamos que los conceptos de patria potestad y guarda y custodia, pese a sus notables diferencias, mueven a confusión a muchas personas ajenas al ámbito jurídico.


Así, mientras que la primera se define como la relación existente entre padres e hijos menores materializada en una serie de derechos y deberes centrados en su protección, desarrollo y educación integral, la segunda consiste en cuidar, asistir y vivir con ellos en su día a día. Por regla general, la patria potestad es compartida por ambos cónyuges en los casos de divorcio y separación, excepción hecha de las situaciones de malos tratos o asimiladas. Hasta hace relativamente poco tiempo, la guarda se atribuía a uno de los progenitores –habitualmente, la madre- mientras que era el padre quien debía abandonar el hogar conyugal, estaba obligado a abonar las pensiones alimenticias correspondientes y gozaba de un régimen de visitas más o menos amplio establecido por sentencia judicial.


La cruda realidad se ha encargado de demostrar que, en no pocos casos, este formato ha abierto las puertas a la injusticia, situando a numerosos varones en inferioridad de condiciones respecto de sus ex esposas. Por desgracia, los casos de utilización y manipulación de los menores por las partes implicadas en las disoluciones conyugales están a la orden del día. Incluso se puede constatar estadísticamente un inquietante aumento de denuncias falsas interpuestas por mujeres incursas en estos procesos. Esta involución no ha pasado desapercibida en los juzgados de familia, de tal manera que existe una corriente doctrinal cada vez más extendida que aboga porque la custodia compartida (considerada más propia de las sociedades anglosajonas que de las latinas) ya no sea la excepción sino la regla, con independencia – y aquí estriba la novedad- de que los otrora cónyuges mantengan o no una buena relación personal tras su ruptura.


La experiencia profesional me predispone a estar de acuerdo con este trueque de excepción a regla, pero siempre y cuando hablemos de adultos capaces de dar la talla ante esta situación sobrevenida. De lo contrario, los menores implicados podrían verse irreparablemente perjudicados por la decisión equivocada de un juez. En este sentido, el pasado 20 de noviembre tuvo lugar en Madrid una manifestación de diversos colectivos que exigían un cambio legislativo profundo y urgente para que en el Código Civil se reconozca la custodia compartida como “derecho fundamental de los hijos a relacionarse con sus dos progenitores en igualdad de condiciones tras la separación o el divorcio”.


La Comunidad Autónoma de Aragón ha sido la primera y todavía la única en aprobar el pasado mes de mayo esta Ley de Igualdad en las Relaciones Familiares, pero una exigencia social cada vez más intensa augura la inminente adhesión de otras autonomías. De hecho, algunos jueces han dictado sentencias recientes en Sevilla, Palma de Mallorca, Murcia y Gijón en las que establecen que sean los padres y no los hijos quienes se turnen en el uso y disfrute de la vivienda familiar. De esta manera, pretenden evitar la sensación de desarraigo que invade a esas víctimas inocentes, obligadas a hacer la maleta y trasladarse a otra casa durante el período de visitas que corresponde al adulto con quien no comparten techo cotidianamente. A partir de ahora, el niño permanecerá siempre en su mismo entorno y serán los padres quienes deberán cambiar de domicilio durante el período estipulado -semanas, quincenas, meses, incluso cuatrimestres o semestres alternativos-.


La trascendencia de esta figura es tal que hace escasas fechas la mismísima Ministra de Sanidad, Política Social e Igualdad ha propuesto retirar a los imputados por violencia machista la custodia de sus hijos, una iniciativa que las asociaciones judiciales se han apresurado a tachar de innecesaria, propagandística y peligrosa. La polémica está servida

LA OSADÍA DE LLAMAR A LAS COSAS POR SU NOMBRE

ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 21 DE DICIEMBRE DE 2010





Últimamente me asalta la sensación de haber diagnosticado con acierto una enfermedad crónica que, de un tiempo a esta parte, sospecho que nos aqueja a todos y cada uno de nosotros: la pretensión de que la ficción supere a la realidad. Vano intento si tenemos en cuenta que la realidad es extremadamente tozuda y, cuando decide hacer acto de presencia, no nos deja más salida que la rendición. Me conmueve cada vez más la capacidad infinita del ser humano para intentar huir de los problemas, para tratar de evitar lo desagradable. Y en esta necia carrera hacia un imposible no nos duelen prendas.


El primer paso consiste en no llamar a las cosas por su nombre, como si así poseyéramos el don de su transformación, la capacidad de convertirlas en lo que no son. Somos verdaderos maestros del autoengaño y, para ganar esta batalla, los eufemismos se revelan como nuestros mejores aliados. De más está decir que estas figuras retóricas cumplen su finalidad a la perfección y no hay ámbito que se les resista en su particular cruzada contra el lado oscuro de la fuerza. Estamos firmemente decididos a marginar de nuestra existencia todo aquello que desentone con la idea de perfección comúnmente aceptada. Perfección entendida como juventud y belleza. Perfección entendida como salud y riqueza.


En nuestro mundo ficticio ya no existen viejos, sino personas entradas en años. Nadie se muere, se limita a pasar a mejor vida. Además, nunca es por culpa de un cáncer sino de una larga y penosa enfermedad. Los despidos son regulaciones de empleo y los inevitables insultos del parado, agresiones verbales. Quienes cometen un delito no dan con sus huesos en la cárcel, permanecen en establecimientos penitenciarios donde no conviven con otros presos sino con otros internos. Tampoco les vigilan carceleros sino funcionarios de prisiones. Los locos de hoy en día padecen discapacidad psíquica y los retrasados mentales, desarrollo tardío. Los suicidas han pasado a ser difuntos por voluntad propia. Ya no existen putas sino profesionales del sexo, tampoco suegras sino madres políticas, ni negros sino hombres de color, aunque ese color sea el negro. Las guerras son intervenciones militares, los terroristas, activistas y la tortura un método de persuasión. Las víctimas civiles de cualquier carnicería se reducen a meros daños colaterales por obra y gracia de las estadísticas de los Ministerios de Defensa. Las mujeres gordas son señoras entradas en carnes y jamás van al retrete sino al servicio. Los alumnos que martirizan a sus profesores no son expulsados de clase sino excluidos temporalmente de las aulas. Los telespectadores no alucinan ante la sobredosis de mediocridad de las tertulias de sobremesa. En todo caso, padecen alteraciones en la percepción. Y la crisis que nos atenaza no es más que el enésimo período de crecimiento negativo de la economía.


Menos mal. Semejante aclaración me tranquiliza enormemente así que, teniendo en cuenta la proximidad de las fechas, mi carta a los Reyes Magos será la excusa perfecta para pedirles el Diccionario Ficción-Realidad/Realidad-Ficción, un instrumento definitivo para recordar que el culo se ha transmutado en glúteos y la basura en residuos sólidos urbanos.

CUANDO EL SEXO MUESTRA SU PEOR ROSTRO

ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 4 DE DICIEMBRE DE 2010




Las cuestiones relativas a la sexualidad humana son tantas y tan variadas que a buen seguro no hay enciclopedia ni tratado lo suficientemente extensos como para abordarlas en su totalidad. Si existiera un manual mágico  del que poder echar mano cuando niños y adolescentes nos plantean sus dudas, a veces incómodas por su trasfondo y a veces entrañables por su ingenuidad, recurriríamos a él como los magos a sus pócimas. Pero, desgraciadamente, tal manual no existe y los padres tenemos que combinar a partes iguales la imaginación y el sentido común para inventar esa fórmula magistral destinada a obrar el milagro sobre los seres que más queremos: nuestros propios hijos. Esta voluntad paterna de acertar a la hora de transmitir una concepción del sexo que trascienda a la animalidad se ve contaminada cada vez con mayor frecuencia por esa otra realidad que amenaza a los menores a través de los medios de comunicación, fundamentalmente internet y la pequeña pantalla.


Es tal la influencia que sobre ellos ejercen las series infantiles y juveniles, los videoclips musicales o los meros anuncios de publicidad que inculcarles una visión menos superficial de las relaciones sexuales no resulta tarea fácil. Los adultos nos vemos obligados a realizar un sobreesfuerzo ineludible para explicar a los chavales que las circunstancias de la vida diaria en nada se asemejan a esos modelos con los que nos bombardean sin descanso realities vespertinos,  magazines de sobremesa y demás escombros audiovisuales. Y no me refiero sólo al perfil de los participantes de determinados concursos, cuyo nivel intelectual y moral se sitúa entre el cero y la nada. Ni siquiera a la deplorable imagen de las féminas de escueto vestuario que acompañan a los cantantes de hip-hop o reggaeton en sus videos promocionales, paradigmas del machismo y la vulgaridad. El problema se extiende incluso a los telediarios de las cadenas privadas que, en su eterna guerra sin tregua por las audiencias, se apuntan a esta rentable tendencia describiendo con pelos y señales –para muestra, un botón- las orgías de Berlusconi en su harén de lolitas,  demostrando con una claridad meridiana que, en la práctica, la protección de los menores en horario infantil no pasa de ser una quimera.


Menos mal que mi proverbial optimismo neutraliza el peligro de resignarme a que mis hijos crezcan pensando que todo vale, que cualquier aberración es digna de respeto y que quienes creemos que el romanticismo jamás pasará de moda somos unos antiguos. No estoy dispuesta a consentir que, a edades tan tempranas, sean víctimas inocentes del sexo contemplado en su peor versión. ¿Acaso es defendible que en los quioscos de prensa se mezclen las chucherías con las revistas pornográficas? ¿No es perfectamente evitable que un crío de seis años tenga que toparse con una señora abierta de piernas mientras el dependiente le entrega su bolsa de golosinas? ¿O será que, de repente, me he convertido en una retrógrada prematura por calificar de nocivas a series como Física o Química o de degradantes a programas como Mujeres y hombres y viceversa? Sinceramente, no lo creo.


Puede que los tiempos hayan cambiado y que ahora, por fortuna, gocemos de mayores libertades, tengamos acceso a una educación sexual de la que antes se adolecía y se hayan visto reconocidos con toda justicia los derechos de determinados colectivos en estas materias. Pero ello no es incompatible con aspirar a que las generaciones que nos van a suceder se enfrenten a este aspecto de su desarrollo personal desde una perspectiva bien distinta que les beneficie tanto en el plano físico como psíquico y afectivo.

NUEVOS ROLES SOCIALES: LOS ABUELOS ESCLAVOS

ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 24 DE NOVIEMBRE DE 2010




El Teléfono de la Esperanza es una ONG de acción social y cooperación que funciona como entidad de voluntariado pionera en la promoción de la salud emocional de personas en situación de crisis individual o familiar. Este servicio de apoyo telefónico que desarrolla tan loable labor en numerosas ciudades españolas ha detectado en los últimos años un considerable aumento de los denominados “abuelos esclavos”. De todos los miembros que integran la unidad familiar contemplada en sentido amplio, ellos son quienes padecen con una mayor intensidad las consecuencias del nuevo modelo de sociedad en que vivimos. Desde la incorporación de la mujer al mercado laboral, el rol de los abuelos ha variado sustancialmente y no pocos se han transformado en cuidadores habituales de sus nietos, hasta el extremo de convertirse en auténticos padres sustitutos




Este fenómeno se manifiesta de modo preocupante siempre que no se recurra a ellos de forma ocasional y voluntaria sino permanente y obligatoria. En otras palabras, esa colaboración resulta imprescindible para que la economía de sus hijos no quiebre y, en consecuencia, su disponibilidad debe ser completa y, sobre todo, gratuita. Si a ello se añade el lógico desgaste tanto físico como psicológico de los afectados, es fácil de entender que, en un elevado porcentaje, utilicen esta vía de comunicación en busca de inicial desahogo y posterior consuelo. No cabe duda de que el contacto entre ambas generaciones es sumamente positivo desde el punto de vista emocional pero sería deseable que no degenerara en una especie de pseudoempleo con el consiguiente estrés adicional asociado a su obligatoriedad.




No es infrecuente encontrar hoy en día a personas de entre sesenta y cinco y setenta y cinco años completamente desbordadas por esta nueva ocupación. Obsesionadas por no defraudar las expectativas de sus propios hijos, tal exceso de responsabilidad les supone un lastre que puede llegar a provocarles trastornos en la salud. Es una patología que los psicólogos ya han bautizado como “síndrome del abuelo esclavo”. Una jornada tipo suele iniciarse a muy temprana hora llevando a los menores al colegio y/o a la guardería. A veces les recogen al mediodía y, después de darles la comida que previamente han cocinado, les devuelven nuevamente a los centros escolares hasta que finalizan las clases. Después, vigilan sus juegos en calles y plazas y no es raro verles fracasar en el intento de alcanzar a los pequeños que se arrancan en veloz carrera. A última hora de la tarde, recalan en su domicilio para hacer la tarea y allí acuden al rescate unos padres habitualmente cansados que limitan su diario contacto paternofilial a la hora del baño y de la cena y, así, hasta el ansiado fin de semana. Además, como ulterior signo de inmolación afectiva, se vuelven a hacer cargo de esos adorados nietos alguna noche de viernes o sábado para que los padres de las criaturas  puedan desconectar de la rutina  merced a algunas variantes del ocio, que van desde la cena romántica al estreno cinematográfico pasando por la cura de sueño.




Reflexionar sobre esta compleja realidad debe constituir el punto de partida para la búsqueda de un equilibrio que beneficie a las tres generaciones, aunque la máxima responsabilidad de que esta relación a tres bandas funcione correctamente recae sobre la segunda. El cuidado de los niños de forma organizada y saludable puede ser una motivación para quienes afrontan las últimas etapas de la vida, pero siempre y cuando no descuiden sus propias necesidades. Con una jubilación más que merecida tras décadas de trabajo, están en su perfecto derecho a gozar de tiempo libre, frecuentar amistades, practicar deportes o, sencillamente, no hacer nada. Es injusto que a esas edades siga recayendo sobre sus espaldas la misión de una nueva crianza infantil que no les corresponde ni por obligación ni por devoción.

CATÁLOGO DE ESPECIES A EXTINGUIR: I. LOS PROGRES

ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 23 DE NOVIEMBRE DE 2010





De entre todas las especies que integran la fauna urbana, los progres ocupan un lugar de privilegio en atención a su estado de permanente actualidad. Y, para evitar susceptibilidades no deseadas, que quede claro que no me estoy refiriendo a quienes defienden posturas progresistas dignas del mayor respeto, tanto desde el punto de vista político como social o económico, sino a aquéllos que predican unas teorías que después no llevan a la práctica.

De entrada, para ser un buen progre es consustancial, no sólo votar a la izquierda sino, además, repudiar a la derecha. No basta sólo con lo primero. Lo segundo también es obligatorio y ese rechazo conviene expresarlo de forma vehemente frente a unos interlocutores, por lo general, más educados y menos viscerales. La vehemencia es imprescindible porque la utilizan como vehículo para compensar la incoherencia de la que hacen gala con impunidad. Buena muestra de ello suele ser su afirmación de que no todas las dictaduras son iguales y su ulterior  capacidad para argumentar tamaña estupidez. Consideran que países como Venezuela o Cuba gozan de sistemas políticos excelentes y son el paradigma de la igualdad social. Para completar el cuadro, su admirada música tropical cumple la doble función de incitar al  baile y, simultáneamente, silenciar el ruido de los estómagos vacíos.

No menos admirable resulta su esforzada defensa de la escuela pública, pese a que ellos llevan a sus hijos a colegios privados o concertados y, preferiblemente, bilingües o trilingües. Un presidente autonómico que a finales de noviembre se enfrentará de nuevo a su electorado es el modelo perfecto de esta práctica. Supongo que la explicación que les dará a sus futuribles votantes es  tan simple como que ese centro en el que estudian sus hijos le queda más próximo a su domicilio. La progresía de primera división prefiere vivir en barrios residenciales rodeados de gran confort y poco frecuentados por esa gente marginal que, curiosamente, suele votar lo mismo que ellos cuando acude a las urnas.

También se congratulan de que los más desfavorecidos puedan disfrutar del sistema sanitario patrio, hasta hace bien poco la envidia del resto de países desarrollados. Pero, lamentablemente, tampoco suelen coincidir con ellos en las salas de espera de los ambulatorios porque un buen número de progres de todas las profesiones acuden a la sanidad privada, sobre todo en el caso de las mujeres dispuestas a perpetuar la especie. Donde esté volver del paritorio a una habitación individual que se quite la compartida. Para apenas tres días de ingreso, la posibilidad de alternar con alguna adolescente dominicana que, a ritmo de reggaeton, abarrota  la estancia con cuatro generaciones (el bebé, la quinta) no es una opción.

Asimismo, y salvo contadas excepciones, para esta casta de modernos resulta obligado hacer gala de su ateísmo. Esta manía tan cansina por repetitiva se puso de manifiesto, sin ir más lejos, en la reciente visita a España del Papa Benedicto XVI. Que el blanco de las críticas de determinados periodistas progres suela ser invariablemente el mismo -la Iglesia Católica, principio y fin de todos los males de la humanidad- es una patología digna de estudio. Por el contrario, y en un alarde de multiculturalidad, son sumamente respetuosos con cualquier manifestación proveniente del resto de confesiones religiosas, a las que defienden con ardor. Todavía estoy esperando ver algún gag antiislamista en boca de los cómicos de Cuatro o de La Sexta. Será que temen que las víctimas de sus chanzas no sepan comprender ese fino sentido del humor y acudan al plató lanzallamas en mano, poco acostumbrados a poner la otra mejilla. A veces, en un rapto de lucidez, reconocen que algunos fieles recurren a métodos un tanto excesivos como ablaciones, lapidaciones o bodas pactadas desde la infancia pero la culpa es de nuestra egoísta sociedad occidental, incapaz de dedicar un esfuerzo mínimo en comprender las idiosincrasias ajenas.

Como colofón, un breve apunte sobre la estética progre a fin de colaborar a su identificación. Es muy fácil. Basta con aplicar el tan manido concepto de “diseño” a cualquier aspecto de la vida diaria, desde el vestuario hasta el menaje pasando por el ocio y el negocio. Multimillonarios artistas por todos conocidos invierten sus saneados capitales en yoga de diseño, sábanas de diseño, cepillos de dientes de diseño, bolsos de diseño y áticos de diseño, siempre y cuando sus etiquetas exhiban unos precios lo suficientemente disuasorios como para que el resto de especies no podamos acceder a ellos. Por lo visto,  todos los integrantes de la fauna urbana somos iguales pero unos son más iguales que otros.

¿PROGRAMAS DEL CORAZÓN O PROGRAMAS SIN CORAZÓN?

ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 15 DE NOVIEMBRE DE 2010




Si nos remontamos al nacimiento de las principales cadenas privadas de televisión de nuestro país a principios de la década de los noventa, la evolución en el tratamiento de determinadas noticias ha experimentado un curso descendente hasta alcanzar su actual nivel, que cualquier persona con dos dedos de frente y un corazón capaz de latir calificaría, como mínimo, de subterráneo. Cuando no pocos ingenuos estaban persuadidos de que los espectáculos del circo romano no eran más que vestigios de épocas pasadas o, en todo caso, manifestaciones propias de una antigua civilización cuyos seres albergaban una idea de la compasión más bien discutible, ahora comprueban con horror que cada fin de semana unos programas autodenominados “del corazón” asumen como uno de sus principales objetivos sacarles de su error.

La sensación de que, en el fondo, los gustos del común de los mortales no han variado tanto con el paso de los siglos y la perspectiva de que cientos, miles, millones de espectadores, se reúnan viernes tras viernes y sábado tras sábado para recibir su dosis semanal de morbo y curiosidad malsana, aterra. Son ya demasiados años en caída libre hacia ese abismo en el que la ordinariez, la falta de educación y el regusto por la desgracia ajena se dan la mano. Determinados periodistas, muchos de ellos meros colaboradores con una formación intelectual más que mediocre, pretenden convencernos de que ejercen una valiosa labor en pro del interés general cuando, en honor a la verdad, no son más que mercenarios que engordan sus cuentas corrientes comerciando con las peripecias vaginales de cuatro impresentables que dejan al género femenino a la altura del barro o, peor aún, con  las estancias  hospitalarias de un profesor universitario o la sórdida y solitaria muerte de su agresor. Todavía tendremos que agradecer a tan esforzados profesionales de la información su pedagógico afán por abrirnos los ojos y ponernos en bandeja semejantes primicias, como si estar al tanto de las infidelidades de un camarero consorte o de los últimos estertores de un pobre drogadicto fueran grandes aportaciones a los avances de la sociedad del bienestar.

Estos supuestos expertos en casquería fina integran sendos ejércitos que aspiran a la gran victoria final, que no es otra que obtener un índice de audiencia superior al de su enemigo. Con el talonario como su aliado más fiel compran voluntades, manipulan declaraciones y exigen un comportamiento previamente pactado a quienes, decididos a salir del anonimato, se convierten en los nuevos bufones del siglo XXI. Las entrevistas que perpetran estos Torquemadas de nueva generación son también un vehículo ideal para calibrar el perfil de cada inquisidor. Algunas características son comunes a todos ellos, con independencia de su cadena de procedencia, como la manía de hablar a voz en grito o la deplorable costumbre de intervenir al mismo tiempo que sus otros compañeros. Pero, además, presentan particularidades que les definen y que les dan un toque de singularidad. Así, los hay más o menos viscerales, más o menos inmorales o más o menos hirientes, en atención al sexo, la edad o la mala uva.

Y, como en toda tropa, ocupa una posición privilegiada la figura del capitán que, consecuencia lógica de su cargo, no sólo obtiene una mayor retribución económica y despliega una superior influencia mediática sino que disfruta de la máxima satisfacción de la velada, ésa que consiste, entre anuncio y anuncio y entre bazofia y bazofia, en repartir sensacionales premios en metálico destinados a mantener amarrado al sillón a este contemporáneo populus romanus hasta altas horas de la madrugada.

La intuición me dice que el futuro no es muy esperanzador, máxime cuando ni juristas ni políticos están por la labor de definir con claridad esa delgada línea que separa el derecho a la información de los derechos de opinión, intimidad, imagen y libertad de expresión.

SOBRE EL JURADO POPULAR Y SUS INSENSATECES


ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 9 DE NOVIEMBRE DE 2010







El pasado día 27 de octubre se dio a conocer el veredicto final en un caso de homicidio que tuvo lugar en la ciudad navarra de Tafalla en el año 2009. Los nueve miembros que conformaban el jurado popular (una mujer y ocho hombres) decidieron, tras múltiples y tensas deliberaciones, declarar inocente a la acusada, una víctima continuada de malos tratos  que, en el transcurso de una discusión,  mató a su marido con  un cuchillo de cocina. La absolución de la acusada se produjo por un voto de diferencia, circunstancia que avala las enormes dificultades sufridas por estos ciudadanos a la hora de decantarse por uno u otro fallo.


Como es lógico, la repercusión mediática de este proceso ha sido muy notable y tanto las cadenas de radio y televisión como la prensa escrita se han hecho eco de la noticia, reviviendo una vez más la polémica que acompaña a este particular modo de hacer justicia. La figura procesal del jurado es una de las opciones que un sistema jurídico puede escoger para resolver determinados conflictos, a diferencia de la vía clásica que la deja en manos de un solo juez o de un tribunal compuesto de varios magistrados. Procede del derecho inglés y aboga porque cualquier ciudadano de a pie pueda participar en la Administración de Justicia. En el caso de España, compete al propio juez admitir o no a trámite las denuncias o querellas y controlar cada uno de los cauces del proceso, circunscrito exclusivamente a asuntos penales. Asimismo, intervienen el Ministerio Fiscal y los abogados tanto de la defensa como, en su caso, de la acusación particular.


El debate social en cuanto a la conveniencia de esta figura ha estado latente desde el mismo momento de su implantación a través de la Ley Orgánica 5/1995, que desarrolla el artículo 125 de nuestra vigente Constitución de 1978. Las controversias que genera su utilización son manifiestas y, mientras sus defensores argumentan que es una solución democrática que evita los posibles abusos de algunos jueces profesionales y que constituye la única senda de participación ciudadana en el tercer poder –el sufragio sería su medio equivalente en el primero (legislativo) e, indirectamente, en el segundo (ejecutivo)-, sus detractores se centran en el riesgo de manipulación que corren una serie de personas sin conocimientos jurídicos (requisito sine qua non), susceptibles de dejarse arrastrar por las emociones en detrimento de la razón. Estos “jueces sustitutos” son extraídos de las listas del censo electoral de cada provincia con una periodicidad de dos años y el deber que contraen es inexcusable, salvo las causas previstas en la citada ley. Para cada juicio se procede a seleccionar un número de ellos no inferior a veinte ni superior a treinta de entre quienes, en el momento procesal oportuno, el fiscal y los abogados intervinientes eligen a aquellos que intuyen más proclives a sus intereses.


Muchas son las razones que avalan mi postura contraria al jurado popular, tantas que no tendrían cabida en el formato de este artículo, pero la principal es que no concibo que un valor tan trascendental como el de la libertad dependa de nueve personas sin una preparación específica adecuada, pese a que no pongo en duda ni su buena voluntad ni el ánimo de acertar en su decisión. ¿Sería acaso razonable colocar alrededor de una mesa de quirófano a unos ciudadanos con nulos conocimientos de medicina para que indicaran al cirujano jefe cómo debe intervenir  a su paciente? Con el máximo respeto hacia cualquier miembro de un jurado, sea cual sea su profesión -arquitecto, profesora, camarero, empresaria, parado o jubilada-, me temo que no están preparados, no sólo para emitir un veredicto de inocencia o de culpabilidad sino para tener que motivarlo jurídicamente y de forma obligatoria.


En definitiva, prescindir de jueces profesionales que han dedicado no pocos años de sus vidas a cursar la carrera de Derecho y a aprobar una oposición de Judicaturas  que les habilita para impartir justicia, me parece, en lo personal, una frivolidad y una insensatez y, en lo profesional, una amenaza para determinados derechos constitucionales, particularmente el derecho a no sufrir indefensión.

SOBREVIVIENDO A LA MEDIOCRIDAD EDUCATIVA

ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 18 DE OCTUBRE DE 2010





Por suerte o por desgracia, ya tengo edad suficiente para establecer una comparativa entre mi época escolar en la década de los setenta y  la de mis hijos, que actualmente realizan sus estudios de Primaria y  ESO. Con apenas cinco años acudí al colegio por primera vez y a lo largo de trece cursos fui destinataria de un modelo educativo que, además de incidir en la importancia del conocimiento, aspiraba como objetivo principal a inculcar una serie de valores imprescindibles para la formación de la persona, como el esfuerzo, la responsabilidad y el respeto. No se puede negar que, en ocasiones, el sistema hacía aguas –la perfección no existe- pero, en términos generales, opino que quienes formamos parte de aquellas generaciones pre-LOGSE no deberíamos quejarnos en exceso.

Recuerdo con claridad que nuestros temarios eran más extensos que los actuales. Nos obligaban a leer libros completos en vez de la exigua selección de textos de hoy en día, ideada con la absurda pretensión de no agotar a los alumnos con tan, al parecer, ardua tarea. No existía este afán por el localismo reduccionista y la cultura general que adquirimos era justamente eso, general, e incomparablemente más amplia que la actual. Ahora, testigo de primera mano de la evolución de mis propios hijos, me llena de perplejidad comprobar cómo las cabezas pensantes de los sucesivos Ministerios de Educación del último cuarto de siglo se empeñan en inventar la pólvora cuando, salvo casos excepcionales, la lógica se impone: si estudias, apruebas y si no estudias, suspendes.

En mi época ni se progresaba adecuadamente ni se necesitaba mejorar. Los profesores se limitaban a valorar del 1 al 10, con lo que facilitaban tanto a alumnos como a padres la comprensión del mensaje recibido. De este modo, se ponían de manifiesto las mejores capacidades o las mayores habilidades para enfrentar determinadas materias y, con datos objetivos, era posible decidirse por un futuro científico, humanístico, laboral o de otra índole. De más está decir que las malas notas no eran motivo suficiente para acudir a la consulta de un psicoterapeuta infantil. La temida bronca casera se revelaba como la más eficaz de las terapias. Los adultos apenas frecuentaban los colegios y no existía la costumbre actual de las reuniones de principio de curso, ni las entregas de notas en mano, ni las horas de tutoría obligatoria. En compensación, los maestros se alzaban como referentes cuya autoridad nadie discutía, a veces –todo hay que decirlo- injustamente.

Sin embargo, a día de hoy, el docente es uno de los colectivos profesionales con mayor incremento de bajas por enfermedad laboral y un considerable número de quienes lo integran han perdido la ilusión por el desempeño de una profesión eminentemente vocacional, sintiéndose inermes para enfrentarse, por un lado, al incremento de las faltas de respeto de niños y adolescentes y, por otro, a reclamaciones paternas a menudo extemporáneas y carentes de fundamento.

Es muy decepcionante comprobar cómo los cerebros que dirigen las actuales políticas educativas han decidido que las jóvenes generaciones se igualen por lo bajo, de tal manera que quien se esfuerza, posee talento y ganas de aprender se ve sin apenas alicientes cuando comprueba que su compañero de pupitre, gracias a los progresistas criterios de calificación de los centros escolares: (actitud del alumno:25%; observación en el aula:25%; exposiciones orales y escritas:25%; examen de evaluación continua:25%), obtiene unos réditos muy similares a los suyos con una mínima dedicación al estudio. Aspirar a la excelencia se contempla, en el mejor de los casos, como una utopía y, en el peor, como la pretensión de cuatro pedantes pasados de moda. El lamentable puesto que, en un ámbito tan trascendental, ocupa nuestro país en relación al resto de los estados europeos, debería movernos a una profunda reflexión y, acto seguido, a tomar medidas con urgencia. La formación educativa y cultural de quienes nos van a suceder está en juego.

LA JUVENTUD ETERNA: UNA BATALLA PERDIDA

ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 29 DE SEPTIEMBRE DE 2010





La semana pasada escuché en una cadena privada de televisión una noticia que me arrancó violentamente del letargo de la sobremesa. Parece ser que, según  recientes estudios sociológicos, los varones pierden su atractivo a los ojos femeninos cuando cumplen cincuenta y cinco años. Ni más ni menos. Hay que ver cómo afinan los expertos en materia de atracción sexual. Ante semejante afirmación, recorrí todos los caminos que van desde la carcajada hasta el enfado y llegué a la conclusión de que esta obsesión actual por la juventud y la belleza provoca que, tanto hombres como mujeres, estemos perdiendo el norte en mayor o menor medida. De entrada, reparé en que nosotras salimos derrotadas en comparación al varón porque, para cuando el medio siglo llama a nuestra puerta, llevamos como mínimo tres lustros luchando a brazo partido en pos de un imposible:  ser jóvenes eternamente.

No seré yo quien critique el respetable deseo de lucir una buena imagen.  De lo que me quejo es de la desproporción en la que caemos en ocasiones, ya que no hay lucha más estéril que aquella que nos enfrenta al inexorable paso del tiempo. Basta con pasear por cualquier calle para darse de bruces con cada vez más damas y no pocos caballeros que, sin saberlo, comparten una característica común: asustan. 

Ellas, decididas a mantenerse en el mercado a cualquier precio, inician una carrera frenética hacia el abismo que comienza en la consulta de un cirujano plástico y  termina en la de un psiquiatra. Lo peor de todo es que, en ese proceso, no es su dinero lo único que pierden. A menudo, también se desprenden de aquel rostro que antaño las hacía reconocibles ante propios y extraños. Más de una se ha convertido en una caricatura de sí misma. Que ya no  tiene patas de gallo es indiscutible pero, a cambio, tampoco puede cerrar unos ojos cuya expresión se quedó para siempre en  el quirófano. La boca no ha corrido mejor suerte, aprisionada entre dos labios exageradamente grandes. Los sacrificados senos merecen capítulo aparte. Si son grandes, se reducen, si son pequeños, se aumentan pero, en ambos casos, se transforman en piezas sobrevenidas de un puzzle en el que no encajan. 

Ellos, aunque en menor medida, no se quedan atrás, ahora que se han convertido en el último objeto de deseo de la industria cosmética. El terror a envejecer ha venido para quedarse y para conjurarlo todo vale. Curiosamente, las generaciones que nos precedieron y que fueron víctimas inocentes de una época de escasez material e intelectual, supieron acomodarse al paso del tiempo  y ocuparon sin reproches esa digna etapa intermedia que se extiende entre la juventud y la vejez. 

Cuando yo era una niña, las madres nos esperaban a las puertas de los colegios con sus arrugas, sus lorzas y sus varices pero, en compensación, nosotras las distinguíamos sin dificultad entre la multitud.  Ahora, no es infrecuente dudar sobre quién de las dos es la adolescente, aunque para poder intercambiarse los pantalones la supuesta adulta tenga que estar a dieta trescientos cincuenta días al año. Para colmo, la duda se disipa en cuanto ambas se dan la vuelta, instante en el que la madura no puede ocultar lo obvio: que tiene treinta años más. La naturaleza es sabia y concede pocas prórrogas. Los ojos se pueden operar pero la mirada no. También los labios, pero no el discurso. Lo más inteligente, además de  cuidar nuestro aspecto sin caer en el exceso, sería invertir más tiempo y energías en mejorar nuestro interior que, aunque no se ve, está ahí y nos va a acompañar el resto de nuestras vidas. Sospecho que todos resultaríamos mucho más atractivos.

LA CATEQUESIS DE PRIMERA COMUNIÓN Y SUS INCOHERENCIAS

ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 21 DE SEPTIEMBRE DE 2010





Hace apenas unos días asistí con perplejidad a una conversación que mantenían varias personas cuyos hijos son candidatos a comenzar la preceptiva catequesis de Comunión este  mes de septiembre. En su centro escolar se les imparte la asignatura de religión pero los conocimientos exigidos para recibir ese sacramento  han de adquirirlos, salvo excepciones puntuales, en la parroquia que corresponde a su domicilio.

La falta de entusiasmo ante el evento presidía la reunión y me resultó sumamente revelador comprobar que todos los participantes afrontaban ese futuro período de dos años como una auténtica condena. Pero todavía me sorprendió más que ninguno de ellos tenía el valor suficiente para ser consecuente con su mayor o menor rechazo a las normas y costumbres del credo cristiano. En realidad, pretendían alcanzar una suerte de acuerdo colectivo para compartir el trago venidero de la mejor manera posible. Algunos no querían defraudar a sus pequeños con el argumento de que, si sus amigos la hacían, ellos no iban a comprender el porqué de la negativa paterna y la consiguiente ausencia de fiesta y de regalos. Aguantar durante meses los reproches de un decepcionado niño de ocho años no entraba en sus planes. Otros se veían sin el suficiente valor para desilusionar a los abuelos de las criaturas, incapaces de aceptar que sus propios hijos les negasen la satisfacción de ver a sus nietos privados del sacramento infantil por excelencia. Todos sin excepción expresaban su estupor por tener que, durante veinticuatro largos meses, hacer acto de presencia de cara a la galería en la misa dominical asociada a la catequesis, exigencia, en su opinión, desmedida e innecesaria. Llevaban tanto tiempo sin pisar una iglesia que afrontaban el porvenir con auténtico vértigo. Finalmente, acordaron seguir hablando del asunto en breve, con el fin de cuadrar agendas y consolarse mutuamente.

Confieso que en ese momento, movida por una prudencia mal entendida, no me pareció oportuno -a pesar de que conozco los entresijos parroquiales razonablemente bien- manifestar mi opinión, radicalmente contraria  a la del resto. Siempre he procurado ejercer una crítica constructiva de la jerarquía eclesial. No dudo que la Iglesia Católica presente a lo largo de su historia una trayectoria de luces y sombras y que acierte cuando asume su cuota de responsabilidad en el descrédito que le acompaña. Resulta paradójico que, a pesar de ser la portavoz del mensaje cristiano (uno de los más influyentes y positivos de la historia de la humanidad) no pueda, no sepa o no quiera contrarrestar con datos perfectamente demostrables - servicios en hospitales, colegios, comedores sociales, misiones y muchos otros- esa mala imagen que no se ajusta fielmente a la realidad, o no al menos en la medida en la que sus detractores pretenden hacer creer a la sociedad.

Mientras quienes dirigen la Iglesia no den ese paso, un buen número de padres seguirá llevando a sus hijos a una catequesis en la que no cree, donde unos sacerdotes desconocidos les transmitirán  unas enseñanzas que no tendrán reflejo en el ámbito familiar y que acabarán el día de su Primera y última Comunión, cuando termine el banquete, se repartan los regalos y los invitados regresen a sus hogares.

Se impone una reflexión ante estas incoherencias que los menores, a pesar de su corta edad, perciben claramente. Algunos adultos deberían plantearse hasta qué punto están respetando a sus hijos inculcándoles unas creencias que no comparten o que, en el mejor de los casos, les resultan indiferentes. ¿O acaso intentarían convencerles de los perjuicios del tabaco mientras sostienen un cigarrillo entre los dedos? Y también resultaría imprescindible modificar de raíz esa moda nefasta de transformar una celebración eminentemente espiritual en una exhibición de vestidos, restaurantes y obsequios que en nada coincide con la humildad del mensaje cristiano. Sería muy de agradecer que las propias parroquias facilitaran una sencilla túnica a cada niño según su talla, contribuyendo así a evitar comparaciones odiosas en función de la capacidad económica de las familias. Como en tantas otras cuestiones de la vida diaria, las formas han aniquilado el fondo.

CONCILIACIÓN FAMILIAR Y LABORAL: LA GRAN ESTAFA


ARTÍCULO PUBLICADO EN "EL DIARIO VASCO" EL 26 DE MAYO DE 2010

ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 12 DE OCTUBRE DE 2010

 




Soy una mujer que pasa de los cuarenta años, casada, madre de dos hijos y profesional liberal de la rama jurídica.

Últimamente, y cada vez con mayor frecuencia, me pregunto en qué momento de la historia reciente comenzó a degenerar la estructura social tal y como estaba establecida cuando yo era una niña. Reconozco que han pasado algunas décadas, pero tampoco demasiadas. Al menos, no tantas como para no recordar con claridad el extraordinario papel que desempeñó mi madre y, como ella, miles de madres, que dedicaron vidas enteras a la educación y el cuidado de sus familias. Gracias a aquellas mujeres que no pudieron, voluntaria o involuntariamente, cursar estudios ni desempeñar oficios ajenos a sus ocupaciones domésticas, las mujeres de mi generación pudimos acceder en algunos casos a escuelas y universidades y, en otros, a decidir de qué modo queríamos desarrollar nuestras capacidades intelectuales más allá de las cuatro paredes de un hogar. Supuestamente, teníamos al alcance de la mano la posibilidad de formar parte de una sociedad de iguales, en la que compatibilizar trabajo y familia no fuera una utopía. Por desgracia, el tiempo se ha encargado de arrancarnos la venda de los ojos, por más que algunas se resistan a reconocerlo.

Día tras día observo a infinidad de mujeres agotadas por el ritmo frenético de ocupaciones al que se ven sometidas trabajando dentro y fuera de casa y soportando el cargo de conciencia de no poder atender a sus propios hijos por falta de tiempo y de energías. Veo a cientos de niños cuyas infancias transcurren  bajo los cuidados de unos abuelos habitualmente estresados por su condición de padres sustitutos o al cargo de otras mujeres consideradas de menor cualificación que sus madres biológicas y que,  en determinados casos, ni siquiera les vigilan con unas garantías mínimas. El resultado salta a la vista y no puede ser más desolador. Menores abocados a alargar sus jornadas escolares en actividades que les mantengan entretenidos hasta que los adultos terminen sus respectivos trabajos, adolescentes que pasan solos tardes enteras sin ninguna supervisión y cuyos resultados académicos dejan mucho que desear, madres exhaustas que apenas encuentran un hueco para practicar deportes o disfrutar de aficiones en beneficio propio, padres que no están dispuestos a arriesgar sus ascensos  por llevar a los niños al pediatra o ir al supermercado, jubilados que hipotecan su merecido tiempo libre cuidando obligatoria en vez de opcionalmente a sus nietos.

En definitiva, por más que busco las grandes ventajas de este progresista y avanzado modelo femenino, sólo me doy de bruces con los inconvenientes que genera, principalmente para las propias afectadas y, como si  fuera una torre de naipes, para el resto de la sociedad. Y, aunque se vislumbran algunos avances en cuanto a la actitud y la buena voluntad por parte de un número cada vez más significativo de hombres, está comprobado que todavía las rutinas masculinas han variado mínimamente. Los expertos en cuestiones sociales insisten en que la clave del verdadero cambio está en la educación que reciben los pequeños en los ámbitos escolar y familiar y seguramente tienen razón pero se trata de una tarea ardua y a largo plazo. No parece razonable que la solución pase por desperdiciar los avances que la mujer ha logrado en su batalla por la igualdad.

Más bien, convendría reflexionar si ésta es la igualdad a la que aspirábamos o si, por el contrario, sería más inteligente y beneficioso reproducir en alguna medida la existencia menos frenética que llevaron anteriores generaciones de mujeres. Mujeres como mi madre, que siempre te esperaban en casa al volver del colegio, con una sonrisa y un bocadillo de los buenos.