Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 15 de octubre de 2011
Confieso que en determinadas cuestiones soy un poco antigua. Sin ir más lejos, me está costando un mundo adaptarme al progreso tecnológico. Tengo el mismo móvil desde hace años -lo que le convierte en un objeto casi de museo- y la utilidad que le doy se reduce a mandar mensajes, telefonear, contestar llamadas y colgar. Ni siquiera hago fotos. Para colmo, apenas sé diferenciar entre Smarts, Ipads, Ipods, Iphones y esa infinita selección de artefactos de última generación que me producen una inevitable ansiedad.
La repercusión mediática del prematuro fallecimiento de Steve Jobs y la avalancha de informaciones derivadas del mismo me han reafirmado en mi supina ignorancia en materia de nuevas tecnologías en general y de redes sociales en particular. Sobra decir que todavía no pertenezco a ninguna de ellas, aunque todo parece indicar que, más pronto que tarde, tendré que reconsiderar mi anacrónica reticencia. Pero, por el momento, me cuesta comprender esta fiebre colectiva por trasladar a Internet hasta el detalle más nimio de la existencia cotidiana, incluidas determinadas imágenes que personalmente enmarco en la más estricta intimidad.
Al hilo de lo expresado anteriormente, hace apenas unos días leí un artículo donde se facilitaban una serie de pautas para distinguir a un nuevo tipo de enfermos denominados nomofóbicos. Esta patología, cuyo origen etimológico proviene de los términos ingleses “No-Mobile-Phone Phobia”, es ya objeto de estudios psicológicos y no es para menos, si quiera porque sus afectados aumentan de un modo imparable y paralelo al de los usuarios incontrolados del resto de artilugios informáticos. Sus víctimas, cada vez más numerosas, presentan una dependencia total del teléfono móvil y no contemplan su día a día sin ese pequeño aparato que se ha convertido en un apéndice de su propio cuerpo.
Los síntomas que sufren son múltiples y se traducen en comportamientos tales como volver a buscarlo en caso de olvido, ya que el miedo irracional a salir a la calle sin él les paraliza; adquirir un cargador nuevo si se quedan sin batería, prestos a enchufarlo en la primera clavija disponible; no acceder a locales sin cobertura garantizada o, si no les queda otro remedio, entrar y salir a la calle continuamente para hacer las comprobaciones oportunas; no apagar jamás el terminal, poniéndolo en modo vibración y observándolo sin descanso cuando se aventuran a acudir al cine o a cualquier otro espectáculo; o estar operativos y localizables las veinticuatro horas del día, incluso después de acostarse.
Diversos especialistas están constatando que tan moderna esclavitud incrementa la agresividad, la dificultad de concentración y la inestabilidad emocional de quienes la padecen. Por ello, recomiendan particularmente a los padres que, a modo de prevención, eviten que sus hijos tengan conexión a la red desde su habitación, a la vez que establezcan unos horarios adecuados para el uso racional de estos dispositivos. En la actualidad, su principal utilización se centra en el envío de SMS y en la participación en chats. Por ello, sobre todo en la etapa juvenil, carecer de móvil conlleva un apagón comunicativo prácticamente absoluto. Pruebas recientes avalan asimismo que, cuantas más prestaciones posea el terminal, más aumenta el fanatismo de su usuario, situándose los populares Smartphones a la cabeza de este preocupante ranking.
De hecho, en el Congreso de Familias, Adolescentes y Drogas celebrado recientemente en Bilbao y organizado conjuntamente por la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción y el Ministerio de Sanidad, se reiteró en varias ocasiones la percepción de que las redes sociales se están convirtiendo en una auténtica droga por la adicción que generan, llegándose a equiparar sus efectos a los de las sustancias más convencionales.
Visto lo visto, confieso abiertamente mi "fobia a la nomofobia" y abogo por un modelo de relaciones interpersonales decididamente más presencial y menos virtual.