miércoles, 30 de abril de 2014

LA IMPAGABLE CONTRIBUCIÓN SOCIAL DE LA TERCERA EDAD




Cada minuto que pasa, la alarmante situación económica que padecemos nos ofrece nuevas y peores estadísticas para la tragedia. Ni los presagios más funestos podían augurar las cifras reales del descalabro que ilustra las portadas de los periódicos y que da forma a los titulares de los informativos radiofónicos y televisivos. A excepción de las grandes fortunas –que, una vez más, aprovecharán esta coyuntura para seguir aumentando sus patrimonios- la maldita crisis nos engulle a todos en mayor o menor medida y extiende su negra sombra sobre cada sector de la sociedad, desde los recién nacidos hasta los ancianos en su recta final.

Esta civilización occidental tan egoísta a la que pertenecemos, a diferencia de lo que sucede con la oriental, se caracteriza por el maltrato sistemático que inflige a sus miembros más veteranos. Es bien sabido que, en este primer mundo supuestamente desarrollado, la juventud y la belleza son unos ídolos de barro muy venerados y que hacerse viejo constituye el pasaporte perfecto para la invisibilidad. De nada sirven ni la experiencia acumulada, ni el tiempo libre (y, por lo tanto, aprovechable) que conlleva la jubilación, ni su afán por colaborar en las causas más diversas, máxime cuando las personas de más de sesenta y cinco años en nada se parecen a sus coetáneas de hace apenas medio siglo.

El hecho cierto es que, en épocas de bonanza, nos habíamos acostumbrado a prescindir de esos millones de conciudadanos que, amén de ser nuestros padres y abuelos, habían propiciado que sus descendientes viviéramos magníficamente gracias a su pasado de esfuerzo y privaciones. Mientras tanto, como signo inequívoco de ingratitud, un porcentaje considerable de ellos desperdiciaba sus últimas primaveras dando de comer a las palomas u observando las evoluciones de los obreros en lo alto del andamio.


Pero la vida, a menudo con retraso y siempre con intereses de demora, tiene la sana costumbre de cobrarse sus deudas y, ahora que el famoso Estado del Bienestar comienza a resquebrajarse, sus víctimas entornamos los ojos en busca de ayuda. Curiosamente, quienes antes resultaban improductivos y hasta molestos, aquellos que, a buen seguro, acabarían sus días en un geriátrico por no encajar en nuestro frenético ritmo de trabajo ni en nuestros planes de ocio vacacional, son los que ahora nos lanzan el chaleco salvavidas en forma de pensión de jubilación. Muchos de ellos llevaban lustros haciéndose cargo de los nietos para que sus padres y madres pudieran aspirar a una utópica conciliación familiar y laboral que, al menos para las mujeres, ha resultado ser una estafa de proporciones descomunales. Pero, a partir de este momento, la gran novedad estribará en que también tendrán que acostumbrarse a multiplicar el contenido del carro de la compra, amparados en el famoso refrán de que “donde comen dos, comen tres” (o seis).

Este fenómeno migratorio de nuevo cuño que protagonizan quienes retornan al hogar paterno por culpa del paro y de la reducción de ingresos aumenta a pasos agigantados y va a modificar en profundidad el tejido social que nos sustentaba hasta la fecha. De hecho, las listas de espera para acceder a las residencias de la tercera edad se han reducido drásticamente y el abandono de ancianos en las urgencias de los hospitales está dejando de ser una conducta excepcional. No hay dinero. Así de sencillo. Por lo tanto, qué menos que auto exigirnos el agradecimiento sin paliativos a esta contribución social de la Tercera Edad y el reconocimiento a su experiencia de vida.

viernes, 25 de abril de 2014

EL AFORAMIENTO, OTRA MUESTRA DE DESIGUALDAD ANTE LA LEY



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 25 de abril de 2014

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 25 de abril de 2014



Que España es diferente está fuera de toda duda. A veces, para bien. Otras, como en este caso, para peor que mal. Porque está visto que, en lo referente a prebendas a determinados sectores sociales, no tenemos rival. En este sentido, creo que ya es hora más que pasada de denunciar alto y claro que la figura del aforamiento es, además de un anacronismo legal, la enésima demostración de que la Justicia no es igual para todos, por mucho que la literalidad del artículo 14 de la vigente Constitución Española defienda lo contrario. 

Nuestro país es actualmente la democracia que reúne el mayor número de aforados del mundo. Se estiman en torno a diez mil los compatriotas que gozan de esta protección jurídica especial, que implica la alteración en su beneficio de las reglas de competencia judicial penal y que les otorga el derecho a ser encausados y juzgados por determinados Tribunales previamente señalados. La extensa lista de agraciados engloba desde el Jefe del Ejecutivo a los Ministros, los Diputados y Senadores nacionales y los Presidentes, Consejeros, parlamentarios y altos cargos autonómicos, pasando por los vocales del Poder Judicial, los Magistrados del Tribunal Supremo y de la Audiencia Nacional, los Presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia y los Fiscales de Sala del TS y de la AN, por no hablar del Defensor del Pueblo y de sus homólogos en las Comunidades Autónomas y sus adjuntos, de los Consejeros del Tribunal de Cuentas, de los del Consejo de Estado, del Fiscal Togado, de los Altos Mandos del Ejército, de la Policía Nacional, de la Guardia Civil, de la Policía Autonómica y hasta de la Policía Local. Algunos están aforados al TS, otros a los Tribunales Superiores de Justicia y otros a las Audiencias Provinciales, pero todos ellos comparten idénticas ventajas. Completa la nómina Su Majestad el Rey Juan Carlos I, que ejerce la Jefatura del Estado con desigual fortuna. 

Ante semejante panorama, resulta sumamente sencillo entender por qué a los partidos políticos les interesa tanto el control del Consejo General del Poder Judicial. La razón es que se trata del órgano que nombra a los integrantes de esos Tribunales llamados a enjuiciar a los representantes del pueblo, de tal manera que, indirectamente, son éstos mismos quienes a la postre eligen a los jueces que les imputarán y juzgarán cuando el delito se cruce en su camino. Pero la perplejidad alcanza cotas insospechadas al comprobar que esta suerte de atropello no sucede en ningún país mínimamente serio de nuestro entorno. La situación que se vive en España es una auténtica vergüenza contemplada dentro el ámbito internacional, ya que las comparaciones resultan más odiosas que nunca. Las cifras hablan por sí solas. En Francia, la medida alcanza al Presidente de la República, al Primer Ministro y a los miembros del Gobierno. En los casos de Portugal e Italia, la regalía se reduce al primer mandatario. Pero es que en Alemania no existe ni un solo beneficiario de este privilegio, al igual que en Gran Bretaña o en Estados Unidos. El contraste es espeluznante. La conclusión, bochornosa. 

Enmendar de raíz este trato tan injustificado no es tarea fácil, puesto que conlleva la modificación tanto de la Carta Magna como de los Estatutos de Autonomía. El Fiscal General del Estado acaba de abordar la cuestión recientemente, mostrándose favorable a estudiar una reducción de los aforamientos. Mucho me temo que sea otra pose más de cara a la galería. Pero lo que parece indiscutible es que, si aspiramos a ser una nación moderna que respeta sin ambages el principio de igualdad ante la ley, la figura de marras debería desaparecer cuanto antes, circunstancia harto difícil si su supresión depende de la voluntad de los propios aforados. Es el enésimo ejemplo de que nuestro Estado de Derecho es más aparente que real y de que sigue dejando mucho que desear.



lunes, 21 de abril de 2014

LA CULTURA COMO TABLA DE SALVACIÓN






Al hilo del fallecimiento de su amigo y también Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, he recordado estos días al escritor peruano Mario Vargas Llosa, que critica en su ensayo “La civilización del espectáculo” la banalización de las artes, la constante confusión entre valor y precio, la tiranía de la diversión y la peligrosa tendencia a la igualación por lo bajo. Alerta igualmente del elevado riesgo de una cultura diseñada para que sus consumidores tengan la impresión de estar a la vanguardia pero sin necesidad de acometer el más mínimo esfuerzo intelectual. Esta realidad encajaría a la perfección con los síntomas de una contagiosa enfermedad contemporánea: el convencimiento de que el fin último de la existencia humana es pasárselo bien.

No seré yo quien censure una vigente tabla de valores cuyo primer puesto lo ocupa el entretenimiento y cuya misión principal consiste en olvidarse de las preocupaciones cotidianas. Es un modo de vida perfectamente legítimo y hasta comprensible, luego no parece reprochable que muchos conciudadanos necesiten escapar de unas existencias sometidas a numerosas rutinas poco gratas. El verdadero problema se presenta cuando esa propensión natural al disfrute se convierte en un valor supremo ya que, de ahí a la generalización de la frivolidad, no hay más que un paso.

Vargas Llosa afirma que uno de los factores más determinantes para que este fenómeno se produzca ha sido la democratización de la cultura, exigencia propia de las sociedades liberales y democráticas, centradas en situar dicha cultura al alcance de todos, despojándola para ello de esa aura elitista que la asocia a la injusticia y a la desigualdad. Sin embargo, y como suele suceder en otros ámbitos, una iniciativa a primera vista tan loable ha conllevado en bastantes ocasiones el efecto indeseado de la trivialización y la superficialidad de los contenidos, justificadas –según él- en el discutible propósito de llegar al mayor número de usuarios posible. En otras palabras,  el afán de ganar dinero ha sacrificado la calidad a costa de la cantidad.

Este criterio ha acarreado consecuencias muy negativas en el campo del saber, siendo la más grave de todas ellas la degeneración de la cultura en espectáculo. El caos del “todo vale” y el destierro de lo históricamente aceptado como arte en aras de otras corrientes alternativas han roto en gran medida la capacidad crítica de las gentes. Por ello, el ensayista vaticina con cierto pesimismo que la Cultura con mayúscula tal vez ya no sea posible en nuestra época y perezca víctima de esa vocación de nuestro tiempo de formar especialistas que parcelan el conocimiento y lo hacen más hermético. Que, por mucho que se pretenda neutralizar el peligro del elitismo, finalmente el remedio sea peor que la enfermedad y tal democratización cultural propicie su empobrecimiento.

Es innegable que a estas alturas de la Historia los países supuestamente desarrollados han experimentado notables avances en todos los órdenes pero también han contribuido a sentar las bases de una cultura menos sólida, más endeble, sin apenas contenido, sustentada en el afán recaudatorio de sus promotores y amparada en la pasividad de los gobiernos de turno. Promotores, por cierto, que, recurriendo al argumento falaz de dar al pueblo lo que el pueblo pide, han rebajado el listón intelectual y artístico hasta límites insospechados.


Convencida de que la ignorancia es sinónimo de esclavitud, creo firmemente que una persona cultivada es una persona más feliz pero, sobre todo, más libre. Así pues, me pregunto: ¿resulta irremediable que la democratización de la cultura equivalga a su empobrecimiento? Prefiero pensar que no. Lo que sí me parece imprescindible es saber diferenciarla del espectáculo y, sobre todo, abstenerse de valorarla  en términos de rentabilidad económica.

domingo, 13 de abril de 2014

LA LENGUA ESPAÑOLA Y SUS PROBLEMAS DE GÉNERO



Reconozco que soy poco amiga de los avances informáticos, aunque admito simultáneamente que estoy cometiendo un grave error instalándome en la nostalgia de un pasado de cartas manuscritas y de romances de carne y hueso. Internet me produce cierta prevención y, por qué no decirlo, bastante desasosiego, fruto sin duda de una vena provinciana de la que ni puedo ni quiero desprenderme. La certeza de un Gran Hermano que controla nuestros pasos y mediatiza nuestra intimidad me causa verdadero terror. Debe ser por eso que, incauta de mí, he renegado hasta la fecha de cualesquiera redes sociales a las que me invitan a pertenecer, persuadida de que con esta actitud pueril evito que trascienda hasta la marca de perfume que aroma mi cuerpo. Ese día llegará pero antes necesito preparar mis neuronas y ahormar mi tendencia a la introspección para dar el salto definitivo a la modernidad tecnológica.

Mi máxima cota alcanzada se reduce a una triste dirección de correo electrónico que, salvo honrosas excepciones, sirve de vertedero a multitud de archivos prescindibles que me envían, animados por su mejor fe, amigos y conocidos. Con frecuencia, y en función del remitente, los borro sin abrir, respaldada por la convicción de que su contenido no va a ser de mi agrado. Algunos son tan empalagosos que me sitúan al borde del coma diabético. Otros, los supuestamente graciosos, provocan en mi sentido del humor el mismo efecto que una posible fusión entre el índice Nasdaq y el Ibex 35. Los que  más me incomodan son aquellos que pretenden hacerme un gran favor, bien avisándome de la fecha del fin del mundo, bien ilustrándome sobre los últimos avances en materia de estafas, bien mostrándome los innumerables perjuicios de las dietas disociadas, por no hablar de los que me amenazan con toda suerte de desgracias si oso romper la cadena de la que forman parte y que, dicho sea de paso, me apresuro a hacer añicos sin piedad. Pero a veces, como una flor solitaria en medio del páramo, descubro algún e-mail que obra el milagro de despertar mi curiosidad.


En su día recibí uno con el llamativo título “El machismo de la Lengua Española” y, amante como soy de las letras puras, decidí perdonarle la vida. Al abrirlo, desfiló por la pantalla de mi ordenador un ejército de palabras que, utilizadas en su género masculino, rebosaban corrección y dignidad pero que, al feminizarlas, mutaban sus significados para desembocar en un club de carretera. Procedan a vestir de mujer a zorro, perro, aventurero, callejero y hombrezuelo e inmediatamente comprenderán de qué estoy hablando. Podríamos seguir con la versión femenina de hombre público (como sinónimo de personaje prominente) o de hombre de la vida (en equivalencia a varón que posee gran experiencia), en contraposición a mujer pública y a mujer de la vida que, como habrán adivinado sin dificultad, se añaden al masificado burdel de las líneas precedentes. 

En conclusión, que queda más que demostrado que nuestra, por otra parte, magnífica lengua común no adolece precisamente de denominaciones que hagan referencia al oficio más antiguo del mundo. Va a tener razón la niña del gráfico adjunto: educar en la igualdad sigue requiriéndonos un sobreesfuerzo impropio de una sociedad moderna.


martes, 8 de abril de 2014

"LA SOMBRA DE TU SONRISA"




"La sombra de tu sonrisa" es el título del tema de amor del drama romántico "Castillos en la arena" ("The Sandpiper"), película dirigida por Vincente Minnelli y protagonizada por la mítica pareja que formaron Elizabeth Taylor y Richard Burton, sobre un guión del escritor norteamericano Dalton Trumbo. 

Esta tarde tendré la oportunidad, junto al resto de mis compañeros del Coro de la Escuela de Música de Santa Cruz de Tenerife, de cantar esta hermosa canción, compuesta por Johnny Mandel en 1964 (mi año de nacimiento) y que le hizo acreedor de un Oscar y un Grammy.

Sopranos (mi voz), contraltos, tenores, barítonos y bajos trataremos de hacer justicia a la magnífica partitura de tan sensible compositor, en esta ocasión en su versión de bossa nova

Artistas con mayúsculas han dado voz a sus notas a lo largo de las décadas (desde mi adorada Mina a Barbra Streisand, Astrud Gilberto, Shirley Bassey, Sarah Vaughan, Peggy Lee, Frank Sinatra, Andy Williams, Tony Bennett, Perry Como o Marvin Gaye, entre otros), de modo que hoy será un auténtico placer pasear entre sus claves y pentagramas, con el acompañamiento de nuestra risueña profesora Cany al piano y con la batuta de nuestro elegante director, Jose, marcando el ritmo. 




LA SOMBRA DE TU SONRISA
(The Shadow of Your Smile) 

La sombra de tu sonrisa
cuando te hayas ido
dará color a todos mis sueños
y a la luz del alba.

Mírame a los ojos, mi amor, y ve
todas las cosas hermosas que eres para mí.

Nuestra pequeña estrella melancólica
estaba lejos, demasiado alta.
Una lágrima besó tus labios
y yo también lo hice

Ahora, cuando recuerdo la primavera,
toda la alegría que el amor puede traer,
estaré recordando 
la sombra de tu sonrisa.





jueves, 3 de abril de 2014

LA IMPERIOSA NECESIDAD DE UNA SEGUNDA TRANSICIÓN



Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 3 de abril de 2014

Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 4 de abril de 2014




Entristecida aún por el fallecimiento de Adolfo Suárez y profundamente  conmovida por su demoledor epitafio (“La concordia fue posible”) me declaro, hoy más que nunca, ferviente partidaria de una reforma urgente de nuestra vigente Carta Magna, cuya elaboración se debe en gran medida al ejemplar primer Presidente de la democracia española. 

Desde hace tiempo existe un recurrente debate social sobre la conveniencia de modificar determinados contenidos de la Norma Suprema. Sin embargo, la maduración de esta opción es inversamente proporcional a los deseos de la actual clase política de ponerse manos a la obra. Por lo visto, la casta que nos gobierna se encuentra muy cómoda sobre el tablero de ajedrez que conforman los ciento sesenta y nueve artículos del texto normativo. La prueba es que tan sólo se han introducido dos exiguas modificaciones al mismo. La primera, la adaptación del originario artículo 13.2, por ser incompatible con el posterior Tratado de Maastricht. La segunda y última, bien reciente, la inclusión (a la velocidad del rayo) del principio de estabilidad presupuestaria en el artículo 135, sospechoso apaño de los dos partidos mayoritarios amparándose en la “gravedad de la situación económica”. Pero, más allá de estas actuaciones puntuales, nadie se ha atrevido a plantear seriamente una reforma constitucional de auténtico calado. A lo sumo, y con la boca pequeña, se habla del lío que supondría la hipotética venida al mundo de un hijo varón al seno de la pareja formada por Letizia Ortiz y Felipe de Borbón, circunstancia que difícilmente afectará al ánimo de los parados de larga duración. 

Lo que resulta innegable es que aquel respeto reverencial que suscitaba el vértice de nuestro ordenamiento jurídico ha pasado a mejor vida y la culpa de ese desprestigio hunde sus raíces en el pésimo comportamiento de unos representantes políticos que están encantados con este deplorable statu quo. La exigencia de cambios por parte de un cada vez más amplio sector de la sociedad despierta no pocos recelos y temores en importantes facciones tanto del PSOE como del PP, convencidos de ser los guardianes por excelencia de las esencias del pacto de la Transición. Por eso, se afanan en convencer a las masas de que con la revisión de aquellos acuerdos posfranquistas se pondría en riesgo el legado de toda una generación y reaparecería el miedo atávico a la confrontación de las dos Españas. 

Sin embargo, yo no estoy de acuerdo en absoluto con unos posicionamientos a caballo entre la cobardía y la mediocridad que nos condenan irremisiblemente a la eterna minoría de edad democrática. Por el contrario, creo que, treinta y cinco años después, los ciudadanos hemos cambiado la percepción de aquel sacrosanto consenso y hemos sido capaces de comprobar sus luces y sus sombras, sus indudables virtudes pero, también, sus graves defectos. Educados en ideas y valores diversos, empezamos a cuestionar algunos dogmas y abogamos por estimular un debate sereno y razonado sobre cómo deseamos articular nuestra futura convivencia. No debería considerarse ningún drama que varios aspectos constitucionales básicos fueran modificados y que algunas temidas Cajas de Pandora, como la alternativa a la Monarquía o la revisión del ruinoso modelo autonómico, se abrieran de una vez por todas. 

Con una población gravemente herida por la crisis, con una separación de poderes meramente teórica, con un sistema electoral que no respeta la verdadera voluntad popular, con una percepción bochornosa de la Justicia y con una serie de dirigentes -pertenezcan al partido que pertenezcan- cuya gestión y credibilidad rozan el esperpento (todo ello sobre un escenario de corrupción e impunidad), la nación española que Suárez recuperó de las cenizas vuelve a estar al borde del abismo. Que no lo olviden quienes llevan sus riendas mientras muestran cabizbajos sus condolencias en entierros y funerales.