viernes, 31 de octubre de 2014

PETER PAN O EL ADIÓS A LAS BARRERAS CRONOLÓGICAS



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 31 de octubre de 2014




Vivimos tiempos de confusión. El aumento de la esperanza de vida, unido a los avances de la estética  y a los cambios de arquetipos culturales, han dado lugar a una sociedad de nuevo cuño formada por una raza que comienza a ser conocida con el nombre de “amortales”. Se denomina de esta manera a los seres que se caracterizan por mantener un tipo de actividades y de patrones de consumo prácticamente idénticos desde la adolescencia hasta el final de sus días. Resulta chocante comprobar que determinados modelos de ocio (sin ir más lejos, el botellón) cuentan entre sus adeptos a individuos que han cumplido con creces los treinta años y que, crisis económica mediante, todavía permanecen en el domicilio paterno. 

Asimismo, no es infrecuente observar a más de un cuarentón que en sus ratos libres vive una especie de segunda adolescencia pegado a la videoconsola de turno. Los cincuenta años de ahora equivalen a los treinta de hace décadas y las denominadas “madres de último minuto” aumentan exponencialmente, trayendo a este mundo a un colectivo que, por edad, muy bien podría ser el de sus nietos y no el de sus hijos. En torno a la sesentena, y coincidiendo con la etapa de la jubilación laboral, son innumerables las personas que invaden los gimnasios, a la par que reivindican una intensa actividad intelectual. La ancianidad tampoco se inicia a los setenta, ni siquiera a los ochenta. Si acaso, a los noventa y, a veces, ni entonces.

Esta realidad actual, además, nos abre los ojos a un reciente y variopinto catálogo humano, que incluye desde las preadolescentes que exhiben el erotismo de una mujer, hasta las madres de jovencitas que pugnan por imitar a éstas, sin olvidar a los recién incorporados “adultescentes”, esa banda ancha que se extiende entre los veinte y los cuarenta largos.
A ojos vista, resulta innegable que las edades del hombre se han trastocado con respecto a las anteriores generaciones. Mientras la infancia -ingenuidad incluida- está reduciéndose a marchas forzadas, un notable sector de la población instalado cronológicamente en la madurez no está por la labor de abandonar su País de Nunca Jamás, aunque para ello recurra con frecuencia a los cirujanos plásticos, incluso a riesgo de quedar irreconocible (sirva como ejemplo la radical transformación de la actriz Renée Zellweger, cuyo aspecto actual no recuerda ni por asomo a Bridget Jones o Roxie Hart, por citar dos de sus personajes cinematográficos más celebrados).

Al margen del respeto que estos “Peter Panes” merecen, se comparta o no su opción, cabe preguntarse si, proscrita ya aquella regla de urbanidad que nos obligaba a comportarnos en función de los años que exhibía nuestro carnet de identidad, esta era tecnológica en la que estamos inmersos ayudará a nuestro género a conciliar cuerpos y almas. Personalmente lo dudo, porque observo con preocupación esta irrefrenable tendencia de otorgar a la juventud y a la belleza una importancia desmesurada en detrimento de un equilibrio interior más adecuado y que, a diferencia de aquellas, no está sometido a una fecha de caducidad y tiene mucho que ver con la sabiduría y la experiencia adquiridas con el transcurso del tiempo.

lunes, 27 de octubre de 2014

DON JUAN TENORIO LE DA CALABAZAS A HALLOWEEN



Amparada en una incomprensible tendencia al alza en los últimos tiempos, la celebración de Halloween toca un año más a nuestras puertas con más trucos que tratos, dando así carpetazo al mes de octubre. Y también un año más me asalta idéntica sensación de perplejidad, que viene a añadirse a la que “in illo tempore” me produjo el desembarco navideño de otro extranjero, Santa Claus, anciano bonachón cuyo nexo de unión con la cultura latina equivale a un cero a la izquierda pero que, Coca Cola mediante, se erige como encarnizado competidor comercial de nuestros históricos Reyes Magos.

Al margen de la religiosidad que impregna ambas celebraciones (la festividad de Todos los Santos y de los Difuntos en el primer caso, la de Navidad en el segundo) y de la que no pocos reniegan, no estaría de más reflexionar sobre la deriva borreguil de esta sociedad, dispuesta tanto a abrazar con fervor cualquier costumbre foránea como a menospreciar sin reparos las tradiciones ancestrales que en ella nacen. Es lo que tiene la globalización, que condena a los ciudadanos a su condición de consumidores y que  transmuta a la mayor parte de ellos en ovejas sumisas dispuestas a pasar por caja.

Porque no nos engañemos. A la postre, todo se resume en una palabra: negocio. Negocio para los supermercados, que colocan las golosinas envasadas en fantasmas y ataúdes en estanterías estratégicas. Negocio para las tiendas de disfraces, que hacen el agosto en otoño vendiendo trajes de brujas, cadáveres y momias. Negocio para las televisiones, que emiten películas de terror en sesión continua, intercalando entre escena y escena una publicidad que les genera pingües beneficios. Y negocio para los locales de ocio y restauración, que organizan toda suerte de saraos gastroalcohólicos en la citada noche temática.

Incluso los propios centros escolares fomentan el festejo de la siniestra calabaza de raíces celtas y anglosajonas, decorando las aulas e ilustrando a los alumnos sobre el tema de referencia. Demasiados escollos para sortear por los padres que se muestren reticentes a que sus pequeños se sumen al terrorífico evento. Rápidamente serán tachados de antipedagógicos por cuestionar que sus hijos disfruten de la velada junto al resto de sus compañeros. O se les acusará de inmovilistas por aspirar a que vivan estas jornadas como lo que realmente son: el marco escogido para recordar a los ausentes, con o sin oraciones, con o sin visitas a los cementerios, pero siempre desde el respeto a su memoria.

Vaya por delante que a mí me encanta una fiesta y que soy feliz viendo felices a quienes más quiero. Sin embargo, agradecería que tales muestras de júbilo, con sus correspondientes sobredosis etílicas y diabéticas, hallaran cabida en otras fechas del calendario (que doce meses, cincuenta y dos semanas y trescientos sesenta y cinco días dan para elegir). Y, ya puestos a celebrar el tránsito al 1 de noviembre, echemos mano de nuestros clásicos y visitemos el camposanto de la mano de Don Juan Tenorio. 

Muchos espectadores ya hemos tenido el privilegio de presenciar esta extraordinaria función que la compañía tinerfeña Timaginas Teatro, bajo la dirección de su “alma mater” Armando Jerez, representa en las tablas canarias desde hace más de un lustro. A buen seguro, Tirso de Molina y José Zorrilla estarán aplaudiendo desde el más allá su profesionalidad y entrega. En un montaje cuya escenografía, iluminación, vestuario y música resultan impecables, los actores interpretan cada papel con un entusiasmo contagioso, metiéndose al público (miles de escolares entre ellos) en el bolsillo. 

Mi agradecimiento más profundo a todos ellos por este regalo de tradición y cultura propias. Por lo que a mí respecta, seguiré utilizando las calabazas para cocinar un buen potaje.



viernes, 24 de octubre de 2014

EL MORBO COMO RECLAMO DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 24 de octubre de 2014

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 26 de octubre de 2014




De un tiempo a esta parte, el concepto “Información” ha variado en cuanto a modelo y escenarios. Las redes sociales (esa nueva ágora donde todas las opiniones tienen cabida) y, sobre todo, la inmediatez asociada a éstas, han dotado a las noticias -cuyo alcance, antaño, era limitado- de una amplísima difusión dentro del universo digital. Twitter, en concreto, provoca un efecto viral que salpica a millones de personas de forma rápida y sencilla.

Por otro lado, una de las más célebres colisiones en el ámbito jurídico está protagonizada por el derecho a la información y por el derecho a la intimidad y a la propia imagen, recogidos respectivamente en los artículos 20 y 18 de la vigente Constitución Española. Siempre y cuando tenga el insoslayable carácter de interés general y a través de un ejercicio debidamente ponderado, el primero de ellos debe primar sobre el segundo, si bien han de contemplarse las circunstancias de cada caso en concreto, a fin de  tutelar mecanismos judiciales y extrajudiciales llamados a controlar aquellos excesos que pudieran suscitarse. Por lo tanto, resulta imprescindible tener conciencia de la necesidad de alcanzar ese deseable equilibrio entre ambos derechos constitucionales: el de comunicar y recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión, y el de salvaguardar el honor, la intimidad personal y familiar y la propia imagen.

Pero, con independencia de que la libertad informativa sea un pilar incuestionable de cualquier Estado democrático, no es menos cierto que debe ir siempre acompañada de la responsabilidad y la ética periodísticas, todo ello en el marco del ejercicio digno de la profesión.  Insisto en este matiz porque vivimos una etapa en la que el morbo más primario está sustituyendo a la veracidad y a la seriedad, lo que se traduce en un debate público de bajísima calidad centrado en el sensacionalismo, alejado del sosiego e impropio de una sociedad madura y con criterio.  

Baste recordar lo sucedido recientemente con las polémicas imágenes de la auxiliar de enfermería Teresa Romero, quien, afortunadamente, acaba de superar con éxito la infección del virus del ébola. En un contundente comunicado, los responsables del Hospital Carlos III de Madrid lamentaron la publicación de unas fotografías tomadas con teleobjetivo y, por supuesto, sin consentimiento de la afectada. Desde el centro sanitario se apeló a la responsabilidad de los medios de comunicación para que actuaciones de dicha naturaleza no volvieran a repetirse, en aras a respetar la intimidad de la paciente, así como de los demás ingresados en observación y de los profesionales que se encontraban (todavía se encuentran) desempeñando abnegadamente su labor asistencial.

Yo, como ciudadana, aspiro a estar informada de forma fidedigna y honesta pero confieso que este tipo de prácticas no ayudan a mi propósito. Pienso que la clave estriba en valorar si los testimonios gráficos que acompañan a las informaciones son verdaderamente relevantes, aportan datos nuevos a las mismas o las completan en alguna medida. En tal caso, entendería su publicación. Por el contrario, si se reducen a mera carnaza para gente ávida de espectáculos desagradables y atentatorios contra la intimidad ajena, rechazo abiertamente a esos medios de comunicación que les hacen eco, porque han renunciado a la ética y a la deontología en pos del negocio.

¿Beneficia en algo contemplar a Teresa Romero postrada con una mascarilla de oxígeno mientras se está jugando la vida en una habitación de aislamiento clínico? ¿Procede hurgar en su entorno familiar y vecinal en busca de detalles más o menos escabrosos que sustenten las manifestaciones de infinidad de tertulianos que de todo hablan porque de todo saben?  Sin ir más lejos, ¿acaso es necesario colgar la grabación de los instantes finales de una mujer arrastrada por la reciente riada acaecida en Santa Cruz de Tenerife para comunicar la fatalidad de su defunción? Sinceramente, no lo creo.

Pienso más bien que ya es hora de que el Cuarto Poder recupere la moral y la cordura y que reniegue de esa tendencia perversa al efectismo que con tanto entusiasmo adoptan otras plataformas tan incontrolables como, por desgracia, alejadas de la profesionalidad. Y es que, visto lo visto, tener hoy un Smartphone puede convertir a su dueño en un émulo de reportero, con el incalculable riesgo que ello comporta.

martes, 21 de octubre de 2014

MEDIOCRIDAD EDUCATIVA Y "ESCUELA DEL FUTURO"




Por suerte o por desgracia, ya tengo edad suficiente para establecer una comparativa entre mi época escolar en la década de los setenta y  la de mis hijos, el menor iniciando la ESO.

Con apenas cinco años acudí al colegio por primera vez y a lo largo de trece cursos fui destinataria de un modelo educativo que, además de incidir en la importancia del conocimiento, aspiraba como objetivo principal inculcar una serie de valores imprescindibles para la formación de la persona, como el esfuerzo, la responsabilidad y el respeto. No se puede negar que, en ocasiones, el sistema hacía aguas -la perfección no existe- pero, en términos generales, opino que quienes formamos parte de aquellas generaciones pre-LOGSE no deberíamos quejarnos en exceso.

Recuerdo con claridad que nuestros temarios eran más extensos que los actuales. Nos obligaban a leer libros completos en vez de la exigua selección de textos de hoy en día, ideada con la absurda pretensión de no agotar a los alumnos con tan, al parecer, ardua tarea. No existía este afán por el localismo reduccionista y la cultura general que adquirimos era justamente eso, general, e incomparablemente más amplia que la actual. Ahora, testigo de primera mano de la evolución de mis propios hijos, me llena de perplejidad comprobar cómo las cabezas pensantes de los sucesivos Ministerios de Educación del último cuarto de siglo se empeñan en inventar la pólvora cuando, salvo casos excepcionales, la lógica se impone: si estudias, apruebas y, si no estudias, suspendes.

En mi época ni se progresaba adecuadamente ni se necesitaba mejorar. Los profesores se limitaban a valorar del 0 al 10, con lo que facilitaban tanto a alumnos como a padres la comprensión del mensaje recibido. De este modo, se ponían de manifiesto las mejores capacidades o las mayores habilidades para enfrentar determinadas materias y, con datos objetivos, era posible decidirse por un futuro científico, humanístico, laboral o de otra índole.

De más está decir que las malas notas no eran motivo suficiente para acudir a la consulta de un psicoterapeuta infantil. La temida bronca casera se revelaba como la más eficaz de las terapias. Los adultos apenas frecuentaban los colegios y no existía la costumbre actual de las reuniones de principio de curso, ni las entregas de notas en mano, ni las horas de tutoría obligatoria. En compensación, los maestros se alzaban como referentes cuya autoridad nadie discutía, aunque, a veces -todo hay que decirlo-, injustamente.

Sin embargo, a día de hoy, el docente es uno de los colectivos profesionales con mayor incremento de bajas por enfermedad laboral y un considerable número de quienes lo integran han perdido la ilusión por el desempeño de una profesión eminentemente vocacional, sintiéndose inermes para enfrentarse, por un lado, al incremento de las faltas de respeto de niños y adolescentes y, por otro, a reclamaciones paternas a menudo extemporáneas y carentes de fundamento.

Es muy decepcionante comprobar que algunos de los cerebros que dirigieron en las últimas décadas las políticas educativas decidieran que las jóvenes generaciones se igualaran por lo bajo, de tal manera que quien se esforzaba, poseía talento y ganas de aprender, se veía sin apenas alicientes cuando comprobaba que su compañero de pupitre, gracias a los progresistas criterios de calificación de los centros escolares, obtenía (sigue obteniendo) unos réditos muy similares a los suyos con una mínima dedicación al estudio. De hecho, aspirar a la excelencia se contempla, en el mejor de los casos, como una utopía y, en el peor, como la pretensión de cuatro pedantes pasados de moda.

Por ello, convencida de que la CULTURA y el SABER corren grave peligro, me llena de inquietud la noticia que leo hoy en la prensa digital, acerca de la denominada “Escuela del futuro”: los sistemas educativos de todo el mundo sufrirán grandes modificaciones de aquí a 2030, propiciados por la revolución tecnológica. En los próximos quince años, Internet va a convertir los colegios en entornos interactivos que pondrán patas arriba las formas tradicionales de aprendizaje y cambiarán la manera de ser de docentes, padres y estudiantes.
Las clases magistrales desaparecerán y el profesor ya no ejercerá sólo como transmisor de conocimientos, sino que tendrá como principal misión guiar al alumno a través de su propio proceso de aprendizaje. El currículo estará personalizado a la medida de las necesidades de cada estudiante y se valorarán las habilidades personales y las prácticas, más que los contenidos académicos.
La red será la principal fuente del saber, incluso más que el colegio, y el inglés se consolidará como la lengua global de la enseñanza. Asimismo, la educación será más cara y durará toda la vida.
Ante semejante panorama, me limitaré a reproducir dos frases de expertos en la materia cuyo contenido comparto al cien por cien:
«Aprender a aprender está bien, pero primero hay que saber de Matemáticas, Ciencias o Historia. Lo que nos sirve es el conocimiento, porque no se aprende fuera de él» (CARMEN RODRÍGUEZ, Profesora de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Málaga).
«Se dice que ésta es la generación mejor preparada, pero los universitarios españoles no saben lo que es el Barroco y nunca han leído a Cervantes. Si lo que pretendemos es formar tecnócratas, primarán las habilidades y los conocimientos quedarán reducidos» (FELIPE DE VICENTE, Presidente de la Asociación Nacional de Catedráticos de Institutos).