martes, 28 de abril de 2015

LOS HILOS REPARADORES DEL AMOR




Quiero compartir estas hermosas reflexiones del experto en Inteligencia Emocional Abel Cortese, que han llegado a mí a través de una persona muy querida:


“CUANDO LOS JAPONESES REPARAN OBJETOS ROTOS ENALTECEN LA ZONA DAÑADA RELLENANDO LAS GRIETAS CON ORO.

ELLOS CREEN QUE, CUANDO ALGO HA SUFRIDO UN DAÑO Y TIENE UNA HISTORIA, SE VUELVE MÁS HERMOSO.

EL ARTE TRADICIONAL JAPONÉS DE LA REPARACIÓN DE LA CERÁMICA ROTA CON UN ADHESIVO FUERTE, ROCIADO, LUEGO, CON POLVO DE ORO, SE LLAMA KINTSUGI.

EL RESULTADO ES QUE LA CERÁMICA NO SÓLO QUEDA REPARADA SINO QUE ES AÚN MÁS FUERTE QUE LA ORIGINAL.

EN LUGAR DE TRATAR DE OCULTAR LOS DEFECTOS Y GRIETAS, ESTOS SE ACENTÚAN Y CELEBRAN, YA QUE AHORA SE HAN CONVERTIDO EN LA PARTE MÁS FUERTE DE LA PIEZA.

KINTSUKUROI ES EL TÉRMINO JAPONÉS QUE DESIGNA AL ARTE DE REPARAR CON LACA DE ORO O PLATA, ENTENDIENDO QUE EL OBJETO ES MÁS BELLO POR HABER ESTADO ROTO.

LLEVEMOS ESTA IMAGEN AL TERRENO DE LO HUMANO, AL MUNDO DEL CONTACTO CON LOS SERES QUE AMAMOS Y QUE, A VECES, LASTIMAMOS O NOS LASTIMAN.

¡CUÁN IMPORTANTE RESULTA EL ENMENDAR!

CUÁNTO, TAMBIÉN, EL ENTENDER QUE LOS VÍNCULOS LASTIMADOS Y NUESTRO CORAZÓN MALTRECHO PUEDEN REPARARSE CON LOS HILOS DORADOS DEL AMOR Y VOLVERSE MÁS FUERTES.

LA IDEA ES QUE, CUANDO ALGO VALIOSO SE QUIEBRA, UNA GRAN ESTRATEGIA A SEGUIR ES NO OCULTAR SU FRAGILIDAD NI SU IMPERFECCIÓN, Y REPARARLO CON ALGO QUE HAGA LAS VECES DEL ORO: FORTALEZA, SERVICIO, VIRTUD...

LA PRUEBA DE LA IMPERFECCIÓN Y LA FRAGILIDAD, PERO TAMBIÉN DE LA RESILIENCIA (LA CAPACIDAD DE RECUPERARSE), SON DIGNAS DE LLEVARSE EN ALTO.

viernes, 24 de abril de 2015

NO TODO EL MUNDO ES BUENO



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 24 de abril de 2015




Cada vez que asisto a noticias tan espeluznantes como la del reciente asesinato de un profesor a manos de un alumno de trece años en el marco de un instituto barcelonés, me asalta idéntica mezcla de sensaciones, que van desde el estupor más profundo a la impotencia más paralizante. Antes solía añadir una más, que era mi absoluta incapacidad para comprender actuaciones de este tipo. Ahora, ya no trato de encontrar una explicación porque de sobra sé que no la hay. Y conste que mi actitud no obedece a ningún embrutecimiento de mi personalidad. Ni mucho menos. Se debe únicamente a que mi medio siglo ya vivido, sumado a mi experiencia profesional en el ámbito del Derecho, me han demostrado que ese “lado oscuro de la fuerza” que antes me resistía a aceptar, ese “mal” que desterraba exclusivamente para mis adoradas salas de proyección, ese extravío inexplicable que prefería achacar a una enfermedad mental, existe por sí solo. Sin razones. Sin excusas. Desde siempre y para siempre.

A la mayor parte de las personas nos cuesta reconocer que no todo tiene una respuesta razonable. Nos supera aceptar el hecho de que entre nosotros hay gente mala que no padece ninguna patología física ni psíquica. Mala sin más. Mala porque sí. Es durísimo asumir la maldad por la maldad. Y más aún lo es constatar que afecta a cualquier edad, género y condición. Es precisamente esa incapacidad de comprensión del fenómeno la que impulsa a los legisladores, hombres y mujeres de carne y hueso elegidos en las urnas para representar a la ciudadanía en su conjunto, a negarse a elaborar normas adaptadas a la realidad desnuda. En otras palabras, a regular nuestro mundo tal y como es, no tal y como lo ven o, peor todavía, tal y como les gustaría que fuera.   

No hace falta ser jurista para saber que las penas asociadas a una vulneración de la ley deben cumplir una triple finalidad. La primera, castigar el hecho cometido aspirando a la rehabilitación de infractor. La segunda, servir de aviso para navegantes al resto de los posibles infractores, a fin de que se abstengan de reproducir el mismo acto si, al menos, no quieren exponerse a sufrir idénticas consecuencias. Y la tercera, absolutamente ineludible, proteger a toda la sociedad de una serie de individuos que, por una u otra circunstancia, la perjudican, la atemorizan y ponen en peligro su exigible convivencia pacífica y cívica.

Nadie podrá reprocharme que no defienda la reinserción de los condenados, ni acusarme de abogar por un modelo penitenciario represor al margen de las garantías jurídicas, ni censurarme por no demostrar la mejor voluntad en todo lo relacionado con estas materias. Sin embargo, soy de la opinión de que determinados comportamientos deben castigarse sí o sí, sin complejos y evitando manifiestas zonas de impunidad que son de sobra conocidas incluso por los propios autores de los hechos.

En este sentido, ¿es la actual Ley del Menor el instrumento más adecuado para tratar los casos de gravísimos delitos cometidos por pequeños criminales? Cada vez que un nuevo caso nos sacude las entrañas, los responsables políticos se aferran, desde su particular concepto de la corrección, a la idea de que su hipotética reforma no debe abordarse “en caliente”. Me pregunto cuál les parecerá la temperatura más recomendable para hacer frente a esta papeleta, porque nunca la acaban de concretar.

Que la infancia y la juventud actuales apenas presentan tolerancia a la frustración y no están educadas en el autodominio es una realidad que avalan los docentes de todos los centros escolares, así como los expertos en Psicología. El alto grado de violencia social no admite discusión. Demasiados chavales carecen de compasión y de respeto por la vida del prójimo, acostumbrados a transitar por mundos virtuales que visitan a golpe de ratón. Es imprescindible recordarles que la vida es sagrada. Pero, por el contrario, el mensaje que reciben es que actuar mal sale gratis.

martes, 21 de abril de 2015

ADIÓS A UN ESCRITOR COMPROMETIDO





Apenas una semana después de su fallecimiento, continúo leyendo con emoción las palabras de despedida de numerosos autores a la figura del excelente escritor uruguayo Eduardo Galeano, cuya obra le sobrevivirá para suerte de todos sus lectores, presentes y futuros.

Intelectual comprometido y defensor del derecho a la dignidad de los hombres, resulta admirable su manera de ejercer la crítica social recurriendo para ello a un estilo primoroso.

Su exitoso ensayo “Las venas abiertas de América Latina”, publicado en 1973, da la medida de su valía personal y profesional y sigue siendo un referente de la tan necesaria literatura de denuncia.

El hombre honesto que fue Galeano luchó contra la dictadura uruguaya y sufrió por ello el exilio, lo que no le impidió conservar su condición de artista insobornable que satirizó los vicios, la rapiña y la soberbia de “los de arriba”, dejándonos no sólo un fidedigno retrato de las miserias de su continente latinoamericano sino de la enfermedad moral que provoca en la ciudadanía la escala de valores de un sistema económico que le aparta de su verdadera dimensión humana.   

La armoniosa combinación de ensayo, poesía y crónica, junto a un lenguaje depurado y preciso, lleno de ironía y humor pero ausente de alharacas y florituras, le definen como una pluma de primera fila que conmueve y apela a la reflexión.

Nos ha demostrado con su trayectoria vital que compromiso y buena literatura no tienen por qué ser excluyentes. Muy al contrario, ese concreto rasgo es una de las principales razones de su triunfo y de su reconocimiento.

Descanse en paz.

FRASES ESCOGIDAS

Libres son quienes crean, no quienes copian, y libres son quienes piensan, no quienes obedecen. Enseñar es enseñar a dudar.

Ojalá podamos tener el coraje de estar solos y la valentía de arriesgarnos a estar juntos.

Mucha gente pequeña en lugares pequeños haciendo cosas pequeñas puede cambiar el mundo.

Sólo los tontos creen que el silencio es un vacío. No está vacío nunca. Y, a veces, la mejor manera de comunicarse es callando.

Ella está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar.






viernes, 17 de abril de 2015

VIVIR DEPRISA, MORIR DESPACIO



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 17 de abril de 2015

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 19 de abril de 2015




Frases como “sólo se vive una vez, pero una vez es suficiente si lo hacemos bien”, “no existe el pasado ni el futuro, sino sólo el presente” o “la vida es eso que pasa mientras estamos ocupados haciendo otros planes” deberían ser mojones dorados de nuestra trayectoria vital. La impaciencia y la prisa son las principales enemigas de nuestro día a día. Más que vivir, participamos en una demencial carrera de obstáculos, pendientes del cronómetro hasta sus últimas milésimas y ataviados con un numerado dorsal invisible sobre el atuendo cotidiano. Prácticamente desconectados de la naturaleza al aire libre, nos pasamos las jornadas corriendo de un lado a otro, esclavos del reloj y con la lengua fuera. Y esa velocidad que, lamentablemente, domina nuestras acciones, no nos favorece en ningún aspecto. Más bien, nos embrutece y nos impide disfrutar de los entornos social y físico.

Consciente de esta realidad tan extendida, soy desde su origen una gran defensora del denominado “Movimiento Lento”. Sus partidarios opinan que la actual coyuntura económica ha propiciado una notable inestabilidad climática y ha aumentado la inseguridad alimentaria, además de haber apostado por la producción masiva de ropa. Por ello, buscan alternativas en todos estos campos, como la  apuesta por las manufacturas y por su distribución a través de pequeños comercios a un precio justo, preferiblemente al margen de la esclavitud de las modas, o como la defensa de los mercados locales de productos frescos a cargo de los propios agricultores. Desde luego, pocas experiencias merecen más la pena que saborear unos buenos alimentos en ausencia de la televisión y con un interlocutor agradable al otro lado de la mesa.

También resultan muy terapéuticas determinadas aficiones tan relajantes como pasear, leer, escribir, pintar o cantar, por citar tan sólo algunas. Es imposible no ambicionar una existencia más desacelerada y, por ende, más plena, controlando con un mayor sosiego el propio periplo vital. No niego que, cuando las circunstancias apremian, haya que meter la quinta marcha. Pero, en mi humilde opinión, debería ser la excepción a la regla general. Nos hemos resignado de entrada a sepultar un presente tangible con las perspectivas de un futuro intangible y así nos va. Me sorprende la mala prensa de la lentitud, injustamente asociada a valores negativos como la torpeza, el aburrimiento o la falta de interés. Creo firmemente que no es así. De hecho, un nivel bajo de actividad no equivale necesariamente a  la vacuidad o la cortedad de miras. 

Con los años he aprendido que la paciencia tiene premio y que obrar con un ritmo pausado permite gozar más intensamente de las acciones y de los pensamientos, además de albergar el refugio de las más brillantes ideas y proyectos. El mero encadenamiento de escenarios impersonales y carentes de emoción bajo el permanente yugo de un minutero no parece la opción más deseable para nadie. Por el contrario, aspirar a un equilibrio lógico entre las obligaciones y las devociones no debería considerarse un milagro inalcanzable. Retomar el contacto con la naturaleza, recuperar el placer por la conversación o, sencillamente, permanecer unos minutos al día en soledad, con la única compañía del silencio, es la mejor medicina para seguir adelante y recuperar a esos desconocidos para nosotros mismos en los que el estrés nos ha convertido. 

Compadezco a quienes se empeñan en estar en permanente estado de actividad frenética, porque nunca hallan el hueco para disfrutar de su entorno y de sus gentes, incluidas las más allegadas. Admito que tal vez sea más complicado cumplir estos objetivos de lunes a viernes pero, al menos, centremos nuestros afanes en los fines de semana. Prescindamos de alarmas, respetemos los ritmos del sueño y rebajemos el grado de actividad. Puesto que es imposible llegar siempre a todo, seleccionemos con cabeza y con corazón. Dediquemos tiempo a los otros. O, simplemente, no hagamos nada. Limitémonos a vivir despacio para no morir deprisa, y no al revés.