martes, 30 de junio de 2015

VIAJAR, LEER, AMAR





Desde aquella mañana de abril, los largos trayectos de Alicia al instituto equivalían a cruzar el espejo mágico hacia su paraíso compartido. 

Su amor la aguardaba, siempre inmerso en la lectura, siempre en el mismo vagón. 

Aunque en diciembre cayera un diluvio bíblico, allí se sentían a salvo del cielo caprichoso. 

Aunque en junio brillase un sol impío, su felicidad adolescente trascendía a las hojas del calendario escolar. 

Y el espeso humo se les antojaba brisa con olor a mar. 

Y el traqueteo sobre las arterias de hierro, la mejor banda sonora para un beso furtivo. 

PARA FILIAS, POR CREER Y POR CREAR.

viernes, 26 de junio de 2015

¿EXISTE ALGUNA DIFERENCIA ENTRE MORIR Y NO PODER VIVIR?



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 26 de junio de 2015

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 14 de julio de 2015




Cada minuto, ocho personas dejan todo tras de sí para huir de la guerra, la persecución y el terror. Y cuando les veo abriendo los informativos en horarios de máxima audiencia, no puedo dejar de pensar que yo haría exactamente lo mismo si estuviera en su lugar. Cuando observo las imágenes de sus rostros descompuestos me pregunto si existe alguna diferencia entre morir y no poder vivir y, sinceramente, creo que no.

Como recordatorio y homenaje a su condición, la semana pasada volvió a celebrarse el Día Mundial del Refugiado, en un año en el que las cifras de personas que se encuentran en dicha situación alcanzan ya cotas inasumibles. Según la Organización de las Naciones Unidas, a finales de 2014 casi sesenta millones de seres humanos se vieron removidos por la fuerza a nivel mundial, un ritmo que se ha cuadruplicado en apenas cuatro años. En otras palabras, 1 de cada 122 es un refugiado, un desplazado o se encuentra en busca de asilo, integrando así el grupo social más vulnerable de los habitantes de la Tierra. Siria, Ucrania, Sudán del Sur, República Centroafricana, Nigeria o Pakistán son a día de hoy los epicentros de los mayores desplazamientos forzosos. Simultáneamente, muchos son los conflictos de larga duración que continúan sin resolverse, arrastrando unas consecuencias que se extienden durante un cuarto de siglo.

Oleadas de hombres y mujeres desarraigados que reclaman protección frente a la persecución y la violencia crecen como la espuma y no les queda más opción que recurrir a vías peligrosas de huida, como los viajes clandestinos en barco. Salvar su existencia ha de ser, pues, el primer objetivo del fenómeno migratorio en el Mediterráneo y en el sureste asiático.  Si bien se trata de un dato orientativo, en los últimos doce meses han perecido ahogadas al menos 1.800 víctimas que intentaban alcanzar las costas europeas en busca de seguridad y protección. En su mayor parte, huían con lo puesto de los conflictos bélicos, los hostigamientos y las injusticias a los que eran sometidos en sus países de origen. Aunque este tema es objeto de encendidos debates entre partidarios y detractores de prestar ayuda, no cabe duda de que Europa está llamada a desempeñar un papel decisivo en esa responsabilidad colectiva de actuar.

Por ello, resulta esencial que Gobiernos y sociedades civiles renueven su compromiso de brindar refugio y seguridad a los afectados por esta tragedia. Ahora que el 86% de ellos viven en nuestro discutible “mundo en desarrollo”, la solidaridad internacional y la distribución de la carga se tornan cruciales para satisfacer sus necesidades más elementales.

Reproduzco aquí las palabras de Ban Ki-moon, Secretario General de la ONU, cuando nos insta a que “recordemos la humanidad que nos es común, celebremos la tolerancia y la diversidad y abramos nuestro corazón a los refugiados en todo el mundo”. La Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y su protocolo de 1967 constituyen los únicos instrumentos legales que amparan la protección internacional de los refugiados y su piedra angular es el Principio de No Devolución. En virtud de ambas normas, estos merecen como mínimo los mismos estándares de tratamiento que el resto de extranjeros de un país y, en muchos casos, idéntico que el de los propios nacionales.

En esta abnegada cruzada desempeña una misión impagable ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), Agencia internacional que les proporciona protección legal y busca soluciones duraderas a sus problemas, ayudándoles a regresar voluntariamente a sus hogares o a asentarse en otros territorios donde reconstruir sus historias con dignidad y en paz. Su principal finalidad no es otra que defender los derechos de todos los desplazados, ofreciéndoles educación y servicios sanitarios. En todo caso, consideran la repatriación voluntaria como la solución más deseable de todas, organizando visitas regulares de seguimiento y participando en actividades de reconciliación comunitaria. 

Su ejemplo de solidaridad ha de inspirarnos para transformar sin excusas este mundo infernal en el que habitamos.




lunes, 22 de junio de 2015

MI REGALO DE CUMPLEAÑOS






PARA MI MADRE Y PARA MI HIJO MIGUEL,

QUE ESTÁN DONDE ESTOY YO.



"Mi mamá me mima"


Lo supo desde siempre, desde cuando alcanzaba su memoria. Sentada en una cama cubierta por un edredón de tonos claros, con pespuntes de hilo formando cuadros y rombos elegantes y perfectos. Con el pelo castaño recogido en una coleta, el pijama de franela y la mente inquieta a la búsqueda de paraísos por descubrir. Allí estaba la llave de todos los misterios. Era esa la clave del futuro, la senda por la que habría de alcanzar la felicidad eterna, la compañía perpetua, la respuesta a todas las preguntas.

Un libro de cuentos. Pocas palabras. Muchas ilustraciones. Una de ellas, la de una bruja tan hermosa como malvada. La encarnación del mal envuelta en la belleza formal más inalcanzable. Vestida de negro y maquinando las peores perversiones destinadas a ese mundo infantil que ella habitaba. Un mundo de madres buenas y padres trabajadores, de olor a limpio y a comida recién hecha, de besos y abrazos a todas horas. Cuánto amor recibido. Cuántos recuerdos con los que construir una vida para ser contada y compartida.

Lo intuyó con meridiana claridad, como si lo viera en una bola de cristal. Las palabras serían su salvación, aunque tuviera que pagar por ello el precio de las pesadillas nocturnas. Aprender a leer lo cambiaría todo, porque desde ese momento el universo en pleno estaría a su alcance.  Por eso no se quejó cuando la volvieron a llevar, a pesar de sus protestas, a aquel inmueble sombrío y lúgubre en el que vivían los tíos de su madre, un matrimonio sin hijos formado por una maestra y un relojero que, emigrados del pueblo, habían decidido instalarse en la capital para afrontar los últimos años de su vida. Acercarse a sus rostros era una experiencia de ultratumba. Al de ella, porque el vello facial pinchaba con contundencia. Al de él, porque estaba siempre al borde de la congelación.

La casa invitaba a la huida desde el mismísimo entorno del portal, en una calle empedrada del Casco Viejo. Destacaban el penetrante olor a humedad y el ruido peculiar de la madera al resquebrajarse, peldaño a peldaño, rellano a rellano. Los problemas respiratorios de la anciana la condenaban a continuos vahos de mentol y, a veces, los catarros del Norte, las toses y las flemas, la sepultaban en una cama estrecha y vetusta. El colchón era incómodo, de los que conservan la huella corporal del yacente, y las mantas de lana, excesivas. Su marido, calvo y poco agraciado, no había nacido para ser anfitrión. Provocaba en las visitas un hondo rechazo con aquel ojo de mentira, una lente gigantesca que encajaba bajo el párpado derecho para aumentar el tamaño de las piezas minúsculas de los relojes mientras les hacía la autopsia.

En medio de la estancia, se alzaba un barreño lleno de agua donde ponían a remojo la ropa sucia con un chorro de lejía y, sobre un mesa marrón, reposaba un molinillo de café que la cría ya no volvería a ver en ningún otro lugar. El sonido de la molienda alternaba con el de las expectoraciones de la anciana. La cocina de leña, además de para cocer las verduras y las frutas, les servía también para, a duras penas, caldear el ambiente. Menudo frío hacía en los inviernos. Y en los otoños. Y, qué demonios, también en las primaveras. Porque en cada estación las visitas de las sobrinas se hacían ineludibles, acompañadas inevitablemente por sus hijas, las nietas de su hermana mayor.

Ella no tuvo hijos pero, a cambio, pudo estudiar y exhibir un nivel intelectual inalcanzable para el resto de su inmensa familia. Maestra Nacional. Con mayúsculas. Así rezaba el título enmarcado que colgaba de la pared del dormitorio. Una lotería impensable para el resto de sus incontables hermanos, vivos unos, muertos otros. Algunas solteras. Otras monjas. Otros frailes. Otros militares. Y, finalmente, los que se hicieron cargo de las tierras y las que se dedicaron a procrear. La España de antaño, que la vio nacer en el fatídico 98, el de la pérdida de Cuba, el de la cuna de una irrepetible generación de escritores de la que Benito Pérez Galdós fue el abanderado más insigne.

Y se obró el milagro. “Acércame a la niña a la cama”, le indicó a su hermosísima mamá. “Hoy voy a enseñarle a leer”. La pequeña se acercó temblorosa. Su cuerpo minúsculo no llegaba a los cuarenta y cinco meses y se perdía entre los excesos carnales de la septuagenaria, que colocó la cartilla sobre las piernas y el dedo índice sobre la página de inicio. “A de araña”. “E de elefante”. “I de iglesia”. “O de ojo”. “U de uña”. La “m” con la “a”, “ma”. “Mi mamá me mima”. Así, una tarde y otra. Y otra. Y otra. Leyendo cuentos completos. Fascinada por las historias. Abonando gustosamente al hada pérfida el peaje nocturno de unas alucinaciones que caducaban al amanecer.

Pero feliz porque, de pronto, su condición de unigénita se había visto transformada para siempre. Nunca jamás le iba a faltar la compañía. Ya se encargarían todos los prohombres de la literatura universal de acompañarla en su encrucijada de caminos. Los latinos y los griegos. Los europeos y los americanos. Los clásicos y los modernos. Los poetas, los novelistas y los dramaturgos. Los atormentados y los sosegados. Los creyentes y los ateos. Ellos y todas sus historias. Su dolor. Su pasión. Su corazón.



viernes, 19 de junio de 2015

UNA OBLIGADA REFLEXIÓN ANTES DE TIRAR LA COMIDA A LA BASURA



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 19 de junio de 2015



Dice el joven Arash Derambarsh que se hizo concejal para ayudar a la gente y, ciertamente, en pocos meses ha logrado un objetivo que muy pocos creían posible: que el Parlamento francés se disponga a aprobar en breve una ley que obligue a los supermercados a donar a organizaciones de caridad los alimentos con fecha inminente de caducidad y, también, que convierta en ilegal la escandalosa práctica de estropear deliberadamente esos excedentes para impedir que sean extraídos de los contenedores de basura por personas hambrientas. Las citadas empresas contarán con un período limitado para identificar a las ONGS destinatarias de esa comida que antes procedían a despilfarrar tan alegremente.

Por lo visto el edil en cuestión, que representa a los electores de un suburbio del noroeste de París, conoció en primera persona lo que era pasar hambre, coincidiendo con la época en la que cursaba sus estudios universitarios. Animado por ese padecimiento directo de un fenómeno que cotiza al alza, lanzó una petición a través de Internet, cuya inmediata acogida se tradujo en más de 200.000 firmas de adhesión. Plenamente convencido de lo escandaloso y absurdo que resulta eliminar excedentes alimentarios mientras se multiplican los afectados por una ingesta insuficiente, se ha trazado como meta exportar su iniciativa a las Naciones Unidas y a diversos foros internacionales. De hecho, él mismo se ha implicado personalmente, tanto en la recogida como en el reparto de comida a cientos de vecinos de su barriada, entre los que abundan madres solteras, jubilados y trabajadores con salarios ínfimos, amén de indigentes y de asiduos a los albergues municipales.

Se estima que sólo en los países de la Unión Europea se desperdician anualmente del orden de 89 millones de toneladas de alimentos, unos 179 kilos per cápita, cifras sin duda escalofriantes y que nos sitúan ante una realidad tan inasumible como evitable siempre que, por supuesto, existan firme voluntad política y profunda concienciación social. Paradójicamente, tan deprimentes números contrastan con la estadística de 795 millones de mujeres y hombres que carecen de lo mínimo para su supervivencia digna y que, aunque sea duro de admitir, habitan en el mismo planeta que los despilfarradores.

Los países occidentales dilapidan casi la mitad de sus alimentos, no porque no sean comestibles sino porque, en muchas ocasiones, no presentan una imagen atractiva a ojos de los consumidores. Es urgente, pues, hacer un llamamiento al uso responsable de los recursos globales. Si nos tomamos en serio este reto, podremos provocar los cambios necesarios para convertir el despilfarro de comida en una costumbre socialmente inaceptable. El primer paso debe ser llenar el carro de la compra de forma adecuada, adquiriendo lo estrictamente necesario y no cayendo en manos del consumismo ciego. A renglón seguido, convendría limpiar los platos en su totalidad, sin dejar restos en perfecto estado que acaban en el cubo de la basura. Tirar nuestra comida a nivel doméstico equivale a arrancarla de la boca de los más necesitados a escala mundial.

Intermón Oxfam, por ejemplo, ha presentado este año un informe en el que denuncia que dos millones de españoles, víctimas de la crisis económica, pasan hambre en nuestro país. Nada más y nada menos. Y muchas organizaciones humanitarias están constatando que es posible aumentar la disponibilidad alimenticia de los países subdesarrollados invirtiendo cantidades de dinero relativamente pequeñas para crear infraestructuras y asegurar que los productos no se pudran y lleguen a sus mesas en condiciones adecuadas. 

Además, en algunos territorios como el  noruego han introducido una medida muy curiosa, que consiste en animar a las grandes compañías alimentarias a competir entre sí para aparecer a los ojos del mundo como “la que menos desperdicia”. Ojalá a este lado del continente les imitemos y entre todos demos carpetazo a este mal hábito cuanto antes. Campañas tan valientes como la de Derambarsh son una muestra admirable de lo se puede lograr con cabeza y, sobre todo, con corazón.