lunes, 28 de marzo de 2016

YENDO A CONTRACORRIENTE




Recuerdo que hace ya algún tiempo, coincidiendo con la presentación de su libro “El cuaderno de Maya”, leí en un suplemento dominical una entrevista realizada a la novelista Isabel Allende, en la que manifestaba algunas ideas que comparto plenamente. 

En una de sus confesiones se refería al concepto de "familia". No en vano, había sufrido en sus propias carnes el drama de perder a una hija de veintiocho años, víctima de una enfermedad metabólica. Esposa de norteamericano y residente en Estados Unidos, Allende forma parte de un clan latino muy unido, una especie de tribu del que es la matriarca y en la que sus miembros conforman una estructura de gran fortaleza. 

Por ello, le resulta muy chocante que en los países sajones mimen extraordinariamente a los niños mientras son pequeños pero, apenas terminan el instituto, les lancen a abrirse camino a toda prisa, ya sea en las Universidades o fuera de ellas, dando así por zanjada la convivencia en un hogar al que sólo regresan, en el mejor de los casos, para celebrar el Día de Acción de Gracias, renunciando voluntariamente a un contacto más personal y de carácter continuado. 

Personalmente, me cuesta un gran esfuerzo comprender esas supuestas bases científicas o sociológicas sobre las que algunas culturas defienden que lo más conveniente para el desarrollo de sus miembros es una rápida resolución de su futuro, preferiblemente -y ahí es donde discrepo abiertamente- lejos de sus núcleos familiares, como si éstos constituyeran un lastre para su evolución. A quienes pretendemos compartir con nuestros hijos algunas horas al día, aunque estén en plena adolescencia, y no renunciamos a disfrutar junto a ellos de unas jornadas de vacaciones anuales, se nos acusa con frecuencia de intentar prolongar más allá de lo razonable esa mutua necesidad de afecto y compañía. En definitiva, de ir “contra natura”. 

Sin ir más lejos, me consta que muchos jóvenes de mi entorno, a quienes he visto crecer y por quienes siento verdadero cariño, han disfrutado de estas jornadas de Semana Santa alejados de sus padres, amparándose en la idea de que, a partir de cierta edad, compartir una parte de su tiempo de ocio con ellos es un disparate y les convierte en el hazmerreír del rebaño. Se olvidan, eso sí, de un pequeño detalle: esos padres que, en ocasiones, les sobran, son los mismos que les financian el transporte, los alojamientos, las entradas para los conciertos y los caprichos de turno. 

De más está decir que admito cualquier opción educativa que sea respetable, convencida de que cada progenitor intenta acertar con el modelo que buenamente ha elegido para sus vástagos, pero percibo con tristeza un aumento de derrotismo y de auto justificación por parte de los adultos. Al grito de “ahora las cosas no son como antes” cierran los ojos y cruzan los dedos para que el destino no les juegue una mala pasada. 

Sé positivamente que bregar con un chaval que nos saca la cabeza o con una Lolita de hormonas revolucionadas no es tarea fácil, pero estamos obligados a cuidarles y a velar por ellos, aunque nos cueste más de una desavenencia prohibirles determinadas prácticas o restringir sus horarios de entrada y salida. De lo contrario, les estaremos haciendo un flaco favor que, probablemente, tendrá su reflejo en un futuro próximo. 

Por lo que a mí respecta, ni me conformo ni me resigno. Cada etapa vacacional seguirá siendo una nueva oportunidad para sentirme feliz, por la sencilla razón de que, sin dejar de respetar su esfera individual, dispondré de más horas para estar con los míos, para conversar con ellos, para escucharles y para ser testigo de sus silencios. Con independencia de la edad que tengan. 

viernes, 18 de marzo de 2016

NUESTROS MAYORES NO SON TRASTOS VIEJOS




Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 18 de marzo de 2016

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 18 de marzo de 2016






Hasta donde alcanza mi memoria, siempre he sentido una especial predilección por los niños y por los ancianos. Tanto unos como otros me han transmitido enseñanzas impagables y de indiscutible utilidad para caminar por la vida con rumbo firme. Sin embargo, nuestra egoísta civilización occidental se caracteriza (a diferencia de lo que sucede en la oriental) por el maltrato sistemático que inflige a sus miembros más veteranos. Es bien sabido que en este “primer mundo” supuestamente desarrollado, la juventud y la belleza son unos ídolos de barro muy venerados y que hacerse viejo constituye el pasaporte perfecto para la invisibilidad. De nada sirven ni la experiencia acumulada, ni el tiempo libre aprovechable que conlleva la jubilación, ni el afán por colaborar en las causas más diversas -máxime cuando las personas de más de sesenta y cinco años en nada se parecen a sus coetáneas de hace apenas medio siglo-. 

El hecho es que, a lo largo de todos estos años de alarmante situación económica y social, hemos asistido a nuevas y cada vez peores estadísticas. Ni los presagios más funestos pudieron augurar las cifras reales de este descalabro que todavía sigue ilustrando las portadas de los periódicos y dando forma a los titulares de los informativos radiofónicos y televisivos. A excepción de las grandes fortunas -que siempre aprovechan estas coyunturas de recesión para continuar aumentando sus, ya de por sí, abultados patrimonios-, la maldita crisis nos ha engullido al conjunto de los ciudadanos en mayor o menor medida, extendiendo su negra sombra sobre cada sector de la sociedad, desde los recién nacidos hasta quienes afrontan su recta final. 

La cruda realidad es que, en épocas de bonanza, nos habíamos acostumbrado a prescindir de esos millones de conciudadanos que, amén de ser nuestros padres y abuelos, habían propiciado que sus descendientes viviéramos magníficamente gracias a sus pasados de esfuerzo y privaciones. Mientras tanto, y como signo inequívoco de ingratitud colectiva, un porcentaje muy considerable de ellos desperdiciaba sus últimas primaveras dando de comer a las palomas u observando las evoluciones de los obreros en lo alto de un andamio, ignorantes aún del pinchazo de la pestilente burbuja inmobiliaria. Pero la vida, a menudo con retraso mas siempre con intereses de demora, goza de la sana costumbre de cobrarse sus deudas y, cuando el sacrosanto Estado del Bienestar comenzó a resquebrajarse, sus víctimas nos apresuramos a entornar los ojos en busca de ayuda. 

Paradójicamente, quienes antes nos resultaban improductivos y hasta molestos, aquellos que, a buen seguro, acabarían sus días en un geriátrico por no encajar en nuestro frenético ritmo de trabajo ni en nuestros planes de ocio vacacional, fueron los que nos lanzaron (nos siguen lanzando) unos chalecos salvavidas en forma de cariño incondicional y de pensión de jubilación. Muchos de ellos llevaban ya lustros haciéndose cargo de sus nietos para que sus hijos pudieran aspirar a esa utópica conciliación familiar y laboral que, al menos para las mujeres, ha resultado ser una estafa de proporciones descomunales. Y además, por obra y gracia de la vomitiva corrupción financiera y política, también se han visto obligados a multiplicar el contenido del carro de la compra, amparados en el famoso refrán “donde comen dos, comen tres” (o siete). 

Este fenómeno migratorio de nuevo cuño, protagonizado por los condenados a retornar al hogar paterno por culpa del paro y de la reducción de ingresos, ha modificado en profundidad aquel tejido social que antaño nos sustentaba. Conscientes, pues, de hallarnos ante un escenario de dificilísima transformación en un futuro próximo, es hora de auto exigirnos como sociedad un agradecimiento sincero y sin paliativos a estos hombres y mujeres cuya vasta experiencia debería ser nuestro faro. Su abnegada contribución al funcionamiento diario de millones de hogares nos compele a no tratarles como a unos trastos viejos y a darles el lugar que, no sólo se merecen, sino que en justicia les corresponde.



martes, 15 de marzo de 2016

NOCHE DE SUEÑOS, NOCHE DE ENSUEÑOS





Estoy empezando a descubrir que el insomnio tiene sus ventajas. Acostumbrada como estoy a acostarme pronto y a levantarme todavía más pronto, me estaba perdiendo sin yo saberlo todo un universo de vivencias ajenas. 

Por lo visto, son millones las personas que duermen mal. O que, directamente, no duermen. Y algunas deciden confesarse a través de las ondas radiofónicas, amparadas tras el anonimato, en la oscuridad de la noche. Cualquier noche. Como la de la otra anoche. Cuando, hecha un ovillo sobre mí misma, el rostro casi incrustado en la almohada para preservar la discreción de una pequeña radio, escuché el testimonio de una mujer, su llanto sordo como suave música de fondo. 

Acababan de enterrar al amor de su vida. Apenas compartió con él tres encuentros fugaces, con intervalos de cinco años -1977, 1982 y 1987-. Del último, habían transcurrido varias décadas. Era un extranjero, colega de profesión, a quien conoció en uno de esos aburridos e inevitables simposios en los que, con la excusa de presentar el último producto comercial, los menos se limitan a trabajar y los más se desmelenan lejos del hogar. 

Pero, de pronto, sucedió. Apenas compartieron siete jornadas a lo largo de un cuarto de siglo. No sabían casi nada el uno de la otra. Si estaban casados o solteros, con hijos o sin hijos, con una economía desahogada o con dificultades para llegar a fin de mes. 

Hace poco coincidió con otro antiguo compañero de trabajo y le preguntó por él. Con disimulo.  Con desinterés, incluso. Y le confirmó su sospecha más temida: el fallecimiento. También dónde estaba enterrado. En diciembre irá a visitar su tumba, a llevarle unas flores, dijo entre sollozos. A quien más amó. 

Al cabo, sonaron las señales horarias que daban paso a las noticias de las dos de la mañana. Una hora menos en Canarias. Pero yo aún tardaría un buen rato en conciliar el sueño.


viernes, 11 de marzo de 2016

CONTACTOS CON TACTO, CONTACTOS SIN TACTO


Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 11 de marzo de 2016





Hace seis meses, el Ejecutivo ahora en funciones manifestó su voluntad de negociar el impulso de códigos de autorregulación sobre, entre otras materias, la inserción de anuncios de contactos en los medios de comunicación. Un lustro atrás, fue el Consejo de Estado el que emitió un informe solicitado por la entonces Ministra de Igualdad Bibiana Aído, donde se constataba que sería necesario aprobar una disposición con rango de ley que permitiera al Gobierno prohibir o, al menos, limitar severamente, los anuncios de prostitución en dichas plataformas. De hecho, el citado órgano consultivo no se ceñía exclusivamente a la prensa escrita, sino que también hacía referencia a la televisión y a Internet. 

Asimismo, se analizaba la incompatibilidad de la pretendida medida con el derecho a la libertad de expresión recogido en la Constitución, afirmándose que, siempre que la publicidad lesionara o pusiera en peligro bienes jurídicos protegidos por el ordenamiento, era posible establecer restricciones a su contenido por medio de una ley. Y, más en concreto, consideraba que los anuncios de contactos podían rebasar los límites de la citada libertad de expresión fijados para la esfera de protección de la infancia y de la juventud. La cuestión es que, a día de hoy, no se aprecian avances en este terreno. 

Como punto de partida, conviene recalcar que la prostitución continúa siendo, siglo tras siglo, un fenómeno que presenta una especial incidencia en el ámbito femenino, puesto que son mayoritariamente mujeres quienes se convierten en objeto de consumo, es decir, en mercadería. También se observa que las hace víctimas de una completa desvalorización, que pugna frontalmente con su dignidad como personas y que es incompatible con los bienes y valores jurídicos reconocidos, tanto en la Carta Magna como en las demás leyes. Nos hallamos, pues, ante un debate muy serio que lleva abierto décadas. 

Existen en nuestra sociedad defensores y detractores de la legalización de eufemístico “oficio más antiguo del mundo”. Los primeros abogan por copiar modelos europeos de integración social, convencidos de que por esa vía las mafias del proxenetismo desaparecerían. Los segundos estamos convencidos de que siempre habría trabajadoras ilegales que se harían con el mercado gracias a la siempre efectiva reducción de tarifas, luego el problema continuaría siendo irresoluble. Hay quienes, por inexplicable que resulte, lo consideran un trabajo como otro cualquiera, mientras que muchos lo asociamos a un modo específico de esclavitud. Por mucho que sus partidarios intenten convencer al respetable de que es una ocupación necesaria, voluntaria y hasta gratificante, cada vez que observo a este colectivo exhibiéndose a la espera del cliente de turno se me hiela la sangre y me invade una sensación de fracaso difícil de explicar. 

En consecuencia, estoy de acuerdo al cien por cien con que se prohíba la inclusión de estos anuncios, soeces en grado superlativo pero, al parecer, sumamente rentables, en la prensa gráfica generalista. Sus textos son para leer en ayunas y las fotos que los acompañan constituyen auténticos brindis al mal gusto. Por tanto, considero del todo razonable impedir que este tipo de publicidad quede al alcance de un público que, o bien no la desea, o bien no es apto por edad. Y, ya de paso, también me gustaría que los Poderes Públicos controlaran la exhibición de revistas pornográficas que, mezcladas con las golosinas infantiles, se exhiben en las estanterías preferentes de los tradicionales quioscos de calles, ramblas y plazas. No estoy hablando de prohibirlas, sino de recurrir a otras alternativas de venta que respeten los derechos de todos. 

Tampoco estaría de más insistir en el cumplimiento de la normativa sobre contenidos de la programación televisiva en la franja infantil. Produce escalofríos pensar que los más pequeños estén expuestos a determinadas escombreras audiovisuales de las sobremesas. No pierdo la esperanza de que, tanto las asociaciones de consumidores como el resto de organizaciones en defensa de los ciudadanos, alcancen lo antes posible estos propósitos tan imprescindibles para construir una sociedad mejor.



martes, 8 de marzo de 2016

8 DE MARZO: ENTRE LA CONMEMORACIÓN Y LA REIVINDICACIÓN




Este 8 de marzo se celebra un año más el "Día Internacional de la Mujer". Voy a ahorrarme el calificativo de “trabajadora”, porque entiendo que va implícito en la propia esencia femenina. En mi opinión, mujer y trabajo son conceptos indisolubles en la inmensa mayoría de los casos, dentro y fuera del hogar. 

Este convencimiento me ayudó a que el germen de este blog fuera un artículo sobre la conciliación familiar y laboral, que escribí durante una tarde de mayo de 2010. A seis años vista, suscribo punto por punto su contenido y, aprovechando esta jornada de celebración, lo difundo nuevamente para su lectura. 

Sigo creyendo que, en torno a la igualdad, nos queda mucho camino por recorrer (sin ir más lejos, en cuanto a la sangrante brecha salarial). No me gusta ser etiquetada en ningún aspecto y menos aún en el de feminista, así que me limito, de modo individual y en la medida de mis posibilidades, a expresar mis ideas con respeto y a defender las causas que considero más justas, con independencia de que conciernan a uno u otro género y aunque, por suerte, no afecten directamente a mis circunstancias personales. 

Ojalá que, hoy y siempre, tanto hombres como mujeres luchemos juntos por el objetivo común de un progreso social en igualdad. 



CONCILIACIÓN FAMILIAR Y LABORAL: LA GRAN ESTAFA


Soy una mujer que pasa de los cuarenta años, casada, madre de dos hijos y profesional liberal de la rama jurídica. Últimamente, y cada vez con mayor frecuencia, me pregunto en qué momento de la historia reciente comenzó a degenerar la estructura social tal y como estaba establecida cuando yo era una niña. Reconozco que han pasado algunas décadas, pero tampoco demasiadas. Al menos, no tantas como para no recordar con claridad el extraordinario papel que desempeñó mi madre y, como ella, miles de madres, que dedicaron vidas enteras a la educación y el cuidado de sus familias. 

Gracias a aquellas mujeres que no pudieron, voluntaria o involuntariamente, cursar estudios ni desempeñar oficios ajenos a sus ocupaciones domésticas, las mujeres de mi generación pudimos acceder en algunos casos a escuelas y universidades y, en otros, a decidir de qué modo queríamos desarrollar nuestras capacidades intelectuales más allá de las cuatro paredes de un hogar. Supuestamente, teníamos al alcance de la mano la posibilidad de formar parte de una sociedad de iguales, en la que compatibilizar trabajo y familia no fuera una utopía. 

Por desgracia, el tiempo se ha encargado de arrancarnos la venda de los ojos, por más que algunas se resistan a reconocerlo. Día tras día observo a infinidad de mujeres agotadas por el ritmo frenético de ocupaciones al que se ven sometidas trabajando dentro y fuera de casa y soportando el cargo de conciencia de no poder atender a sus propios hijos por falta de tiempo y de energías. Veo a cientos de niños cuyas infancias transcurren bajo los cuidados de unos abuelos habitualmente estresados por su condición de padres sustitutos o al cargo de otras mujeres consideradas de menor cualificación que sus madres biológicas y que, en determinados casos, ni siquiera les vigilan con unas garantías mínimas. 

El resultado salta a la vista y no puede ser más desolador. Menores abocados a alargar sus jornadas escolares en actividades que les mantengan entretenidos hasta que los adultos terminen sus respectivos trabajos, adolescentes que pasan solos tardes enteras sin ninguna supervisión y cuyos resultados académicos dejan mucho que desear, madres exhaustas que apenas encuentran un hueco para practicar deportes o disfrutar de aficiones en beneficio propio, padres que no están dispuestos a arriesgar sus ascensos por llevar a los niños al pediatra o ir al supermercado, jubilados que hipotecan su merecido tiempo libre cuidando obligatoria en vez de opcionalmente a sus nietos. 

En definitiva, por más que busco las grandes ventajas de este progresista y avanzado modelo femenino, sólo me doy de bruces con los inconvenientes que genera, principalmente para las propias afectadas y, como si fuera una torre de naipes, para el resto de la sociedad. Y, aunque se vislumbran algunos avances en cuanto a la actitud y la buena voluntad por parte de un número cada vez más significativo de hombres, está comprobado que todavía las rutinas masculinas han variado mínimamente. 

Los expertos en cuestiones sociales insisten en que la clave del verdadero cambio está en la educación que reciben los pequeños en los ámbitos escolar y familiar y seguramente tienen razón, pero se trata de una tarea ardua y a largo plazo. No parece razonable que la solución pase por desperdiciar los avances que la mujer ha logrado en su batalla por la igualdad. Más bien, convendría reflexionar si ésta es la igualdad a la que aspirábamos o si, por el contrario, sería más inteligente y beneficioso reproducir en alguna medida la existencia menos frenética que llevaron anteriores generaciones de mujeres. 

Mujeres como mi madre, que siempre te esperaban en casa al volver del colegio, con una sonrisa y un bocadillo de los buenos.

viernes, 4 de marzo de 2016

CHAPOTEAR EN LA INTIMIDAD AJENA



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 4 de marzo de 2016

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 14 de marzo de 2016







“Gran Hermano”, al margen de ser un basuriento programa televisivo que se presenta en dos versiones a cual más vomitiva (la VIP y la plebeya) y cuyos defensores pretenden revestir de experimento sociológico de alto nivel, es, antes que nada y por encima de cualquier otra consideración, un personaje esencial de la novela de George Orwell “1984” (que, salvo sorpresas, no habrán leído ninguno de los concursantes de la bazofia anterior). Se trata del fundador de un Partido que todo lo controla y su denominación se utiliza frecuentemente para referirse a gobiernos autoritarios que vigilan excesivamente a sus ciudadanos, así como al control sobre la información que éstos ejercen. 

Al hilo de esta negra realidad, he de confesar que nunca me han gustado los espías, con independencia de que algunos de ellos (James Bond, Jason Bourne, el Super Agente 86) me hayan proporcionado grandes dosis de placer cinematográfico. Los deploro desde lo más hondo de mi ser porque el contenido de su trabajo me parece, como mínimo, discutible. Agitando la bandera del mal menor, se dedican a olfatear como perros de presa en los universos ajenos con la burda excusa de defender patrias e ideologías. Detrás de su apariencia a veces atractiva (Bond), a veces atormentada (Bourne), a veces torpe (Smart), se esconden unos tipos que perviven fiscalizando las actividades de terceras personas susceptibles de “portarse mal”. Por supuesto, dentro de ese grupo estamos todas y cada una de las ovejas del rebaño planetario, aunque a veces el mayor de nuestros pecados consista, simplemente, en no gestionar nuestros sentimientos, emociones y actos según el docto criterio de nuestros celosos vigilantes. 

Pues bien, abandonando ya el ámbito de la ficción y centrándome en el de la realidad (que siempre supera a aquella), recuerdo el momento en el que salió a la luz el caso de Edward Snowden, joven informático estadounidense que puso en jaque a la Administración Obama merced a sus declaraciones sobre las prácticas del Gobierno norteamericano en lo tocante a unas filtraciones a través de Internet. Aún prófugo a día de hoy -al estilo de Julian Assange en la Embajada de Ecuador en Londres-, ilustró al mundo de lo que el mundo ya se temía: que, por mor del progreso y de los supuestos avances tecnológicos, nuestra privacidad es ya cadáver por los siglos de los siglos: "No puedo en conciencia permitir que el Gobierno de los Estados Unidos destruya la privacidad, la libertad de Internet y las libertades fundamentales de las personas de todo el mundo con esta máquina de vigilancia masiva que está construyendo en secreto", afirmó el perseguido cerebro de la Informática. 

Sin embargo, amparados en estrategias antiterroristas de obligado cumplimiento, miles de sus colegas siguen dedicándose a día de hoy a bucear minuto a minuto en nuestra cotidianeidad, leyendo nuestros correos electrónicos, escuchando nuestras charlas telefónicas, cotejando nuestros análisis de orina y hasta constatando nuestras preferencias sexuales. De hecho, mientras escribo estas líneas, me estoy palpando por si descubro un microchip intradérmico en alguna parte de mi anatomía. De momento, no parece. Será tal vez porque mi vida no es particularmente apasionante desde el punto de vista de los secretos y las mentiras. Aun así, me queda el consuelo de que por ahora nadie puede entrometerse en mi mente, en mi alma y en mi corazón sin mi permiso, más que nada porque son míos y sólo míos y, por lo tanto, los entrego a voluntad. 

Por lo pronto, este humilde aviso para despreciables navegantes del espionaje (sean profesionales o aficionados, conocidos o desconocidos, cercanos o lejanos) me llena de paz interior. Quiero que les quede meridianamente claro que lo que yo piense, crea, recuerde, añore o sienta es materia reservada que compartiré o no cuando y con quien estime conveniente. Y, ya de paso, que ningún "Big Brother" podrá acceder a ella por ningún atajo.

martes, 1 de marzo de 2016

EL FÚTBOL NO ES "ASÍN"







Leo una noticia durante el desayuno de hoy (otra más) que me llena de tristeza. Dos hombres supuestamente adultos llegaron el pasado domingo a las manos mientras asistían a un partido de fútbol en el que participaban sus respectivos hijos, con el consiguiente bochorno, no sólo para ambos vástagos, sino para el resto de sus compañeros de equipo y de asistentes al encuentro. Y me viene a la memoria un hecho muy entrañable que viví en primera persona cuando mi pequeño David tenía 11 años (está a punto de cumplir 14).

Como casi todos los sábados de los últimos tres lustros, nos habíamos pegado el madrugón de rigor para ir a animar al equipo de fútbol sala del colegio. Nuestro benjamín juega por la banda izquierda (es zurdo, como su madre). Antes, lo hacía el mayor, Miguel, de cierre (“hijo, que no pase ni el aire, que se note que eres de Pamplona”). Pocos espectáculos más apasionantes que el de ver a unos chavales de once años echar el resto con el balón en los pies. El parqué brillante, las caras sudorosas, las medias caídas y el amor propio a prueba de bombas. “Mamá, hoy ganamos seguro y, si marco, te dedico el gol y le mando un beso al abuelo mirando al cielo”. Y yo, mientras tanto, asintiendo y tragando saliva… 

Sin embargo, en las gradas, un sector del público -madres, padres, abuelas, abuelos y otras hierbas- se afanaba en mostrar su peor versión, como en una perversa Ley de la Compensación, de yin y yang, de Bella y Bestia, de Jekyll y Hyde. Dos mundos tan cercanos y, a la vez, tan lejanos, sin apenas distancia física, pero a años luz de toda lógica. Por un lado, el de esos adultos que descargan sus frustraciones ante el estupor de sus hijos, que asisten perplejos a la sarta de silbidos, exabruptos y salidas de tono de quienes están obligados a darles el mejor ejemplo posible de comportamiento. Y, por otro, el de esos niños condenados a cubrir unas expectativas deportivas que, a menudo, les superan y que (se supone) están ahí para hacer deporte pero, sobre todo, para disfrutar. No para defender el honor familiar ni para ser cazados por un ojeador de la Liga. 

Los entrenadores iban dando instrucciones que los progenitores cuestionaban (“pero ¿por qué no le pone de delantero a mi niño, que es un crack?”, el árbitro se equivoca más que acierta (“date una vuelta por la óptica, pringao”) y los jugadores se volvían locos tratando de agradar a entrenadores, progenitores y árbitro. 

1-0 

1-1 

Tiempo muerto. 

“¿Cuánto queda?” 

“Cinco minutos”. 

2-1 

Aullidos paternos. 

Arreciaban las protestas y las miradas de reojo a los aficionados del equipo rival. “Os vais a ir a casa de vacío, por listos”. En la última jugada, el tercero. ¡Qué mala suerte! 

3-1 

Y, de repente, el milagro. El autor del gol se dirigió a sus seguidores y, colocando el dedo índice sobre la boca, les instó a guardar silencio para ahorrarle chanzas al rival. 

Nunca había visto mayor demostración de deportividad y de madurez en un terreno de juego. ¡Cuánto tenemos que aprender de los niños! 

Final del partido. 

“Hay derrotas que saben a victoria y hoy ha sido una de ellas”, me dije para mis adentros. No hubo dedicatoria en aquella ocasión, aunque David se dejó la piel y, lo que es más importante, sin perder la sonrisa. Como siempre. Como es él. Una máquina de la felicidad. 

"Tranquilo, tesoro, que el próximo lo ganamos. Fijo."