Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 30 de noviembre de 2018
En puertas del reivindicativo 25 de noviembre y con motivo de una presentación literaria, mantuve una apasionante charla con algunas de las asistentes al acto, tan enamoradas como yo de las palabras y, como yo también, firmes defensoras de la igualdad de género. El caso es que todas coincidimos en considerar aberrante esta nueva moda de revisar los cuentos infantiles tradicionales hasta convertirlos en políticamente correctos, como si no tuviéramos suficiente castigo con padecer a diario las declaraciones de numerosos dirigentes utilizando simultáneamente el masculino y el femenino a la hora de exhibir su muy mejorable verborrea.
Ahora ha sido la Real Academia Española -cuyas decisiones a menudo no comparto- la que se acaba de pronunciar en idéntico sentido, criticando esta forzada duplicidad que se sitúa a años luz de la forma habitual de expresión de la ciudadanía.
Ya hace algunos años se editaron unos manuales de lenguaje no sexista elaborados por una serie de expertos, animados -no me cabe duda- por la buena fe y el afán de obtener avances por esta vía. Y, en efecto, sus contenidos eran bienintencionados, pero chocaban frontalmente con la belleza y la economía del lenguaje. De hecho, la Gramática Española establece que, en las lenguas románicas, el masculino es el llamado género no marcado -es decir, el que el sistema activa por defecto- y abarca a los individuos de ambos sexos.
Así, cuando decimos “el alumno debe acudir a clase”, nos referimos a todos los alumnos. En idéntico sentido, también el singular lo es frente al plural (“la mujer ha estado históricamente discriminada” se refiere a las mujeres como colectivo) y el presente frente al pasado y el futuro (si digo “mañana no hay reparto”, quiero decir que no lo habrá al día siguiente). Sin embargo, a nadie se le ha ocurrido hasta la fecha romper una lanza en favor de la visibilidad de plurales, pretéritos o porvenires aunque, visto el nivel de nuestros representantes populares, no me atrevo a descartar cualquier ocurrencia de ese tenor.
Lo cierto es que, excepción hecha del ámbito de la Política, sigue sin producirse a nivel social la pretendida consolidación de esta iniciativa. La mayoría de los ciudadanos no está por la labor de retorcer el lenguaje hasta el infinito, repitiendo artículos, sustantivos y adjetivos en sus dos versiones. Probablemente piensen que resulta más útil que las Administraciones centren sus esfuerzos en tomar medidas verdaderamente eficaces contra la discriminación femenina, dado que las cifras asociadas a la violencia de género son absolutamente inasumibles.
No conozco a ninguna mujer (y, por supuesto, me incluyo) que no desee contribuir a la emancipación efectiva y a la auténtica igualdad con el hombre en todos los terrenos. Sin embargo, dudo sinceramente que forzar las estructuras lingüísticas y abrir una brecha entre el lenguaje oficial y el real sea una opción útil.
En mi infancia, cuando se nombraba el término “niños”, las niñas nos dábamos por aludidas sin ningún problema y así hemos ido creciendo hasta hoy. Por eso, mi impresión es que las conquistas sociales tienen que ver muy poco con el idioma, por otra parte lo suficientemente deformado y prostituido a día de hoy.
Es más, conceptos como médica, abogada, arquitecta o ingeniera, perfectamente admitidos por la citada RAE, todavía presentan resistencias a su uso por parte de tituladas que se decantan (en mi opinión, inexplicablemente) por su versión masculina. De más está decir que respeto a quienes defienden este empleo del lenguaje con el ánimo de lograr una transformación de la sociedad en cuyo seno se utiliza pero, en mi opinión, se trata de una medida de escasa utilidad. Para mí, lo verdaderamente decisivo es recorrer el camino a la inversa: transformar primero la sociedad y que, como consecuencia, se adapten a ella determinados aspectos del lenguaje dignos de ser revisados y mejorados.
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