Artículo publicado en El Día el 24 de enero de 2020
Artículo publicado en Diario de Levante el 29 de enero de 2020
Artículo publicado en Diario de Levante el 29 de enero de 2020
Hace apenas un par de inviernos una mujer de ochenta y un
años murió tras un incendio en su domicilio de la localidad catalana de Reus.
Por lo visto, una vela que había encendido para iluminarse prendió el colchón
de la habitación en la que dormía. En el momento del suceso la víctima estaba
sola en casa, aunque compartía techo con una nieta. A ambas les habían cortado
la luz en septiembre por falta de pago y, pese a que les correspondía una ayuda
social en concepto de electricidad, no habían llegado a tramitarla. Los
encargados de la investigación se decantaron por la teoría del infortunado
accidente, desconociéndose en aquel momento si la anciana se durmió sin apagar
la llama o si, tal vez de regreso de una visita al lavabo en mitad de la noche,
se cayó con tan mala suerte de provocar el percance.
Durante la misma semana, mientras tomaba un café a primera
hora, presencié la entrevista que un reportero estaba realizando a otra señora
mayor, titular de una pensión no contributiva que, mientras se envolvía en una
gruesa manta de lana, relataba al joven periodista las penurias de su realidad
diaria, en ese caso agravadas por la ola de frío que estaban padeciendo en
tierras peninsulares. Sus exiguos ingresos de apenas seiscientos euros no le
alcanzan para hacer frente al suministro eléctrico, de modo que, cuando pulsaba
los interruptores, no se producía respuesta alguna. No tenía luz. Tampoco
calefacción, lo que le había ocasionado un principio de pulmonía que se estaba
supervisando por su médico de cabecera.
Sentada en un sillón junto a una mesa camilla, rodeada de
fotos familiares colgadas de las paredes, con el cabello blanco y unas ansias
extraordinarias de vomitar su desdicha, respondió con firmeza a las preguntas
de su interlocutor. Y, tras despedirla desde el estudio, no sin antes brindarle
un apoyo tan sincero como estéril, los responsables del programa televisivo en
cuestión dieron paso a la cobertura de una cumbre de dirigentes políticos
donde, espectacular banquete mediante, se preveía abordar, entre otros asuntos,
el de la sangrante pobreza energética, que se describe teóricamente como
“aquella situación en la que los ingresos son nulos o escasos para pagar la
energía suficiente para la satisfacción de las necesidades domésticas”. Otra de
sus acepciones, por cierto, alude a “cuando se destinan por obligación una
parte excesiva de los ingresos a pagar la factura energética de la
vivienda”.
Obviamente, no nos hallamos ante un fenómeno exclusivo de
nuestro país, como tampoco lo son sus consecuencias respecto a la exclusión
social y el deterioro de las condiciones de vida de millones (repito, millones)
de personas. En toda Europa se ha instaurado igualmente esta tragedia, cada vez
más creciente y menos silenciosa, de no poder encender ni un solo aparato
eléctrico por miedo a lo que después refleje la factura, suponiendo que todavía
las compañías del sector no hayan procedido a cortarle al usuario el suministro
por falta de pago. De poco o nada han servido aquellos llamamientos del Comité
Económico y Social Europeo para “proteger a los ciudadanos frente a la pobreza
energética e impedir su exclusión social”, así como para “tomar medidas para
garantizar a cualquier persona en Europa un acceso fiable a la energía a
precios razonables, porque la energía es un bien común esencial, debido a su
papel indispensable en todas las actividades cotidianas, que permite a cada
ciudadano tener una vida digna, mientras que carecer de él provoca
dramas”.
Cuando estas líneas vean la luz, nuestro planeta continuará
sufriendo una de las peores olas de frío en décadas. Miles de hombres, mujeres
y niños se expondrán a soportar temperaturas inhumanas. Algunos se quedarán por
el camino. Otros, en medio de un helador océano. Otros, abandonados en los campos
de refugiados. Otros muchos, olvidados en nuestras propias ciudades. Y todos, se
convertirán en víctimas inocentes de una pobreza, además de energética, ética.
Una pobreza de dimensiones insoportables. ¿Hasta cuándo?
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