Artículo publicado en El Día el 4 de diciembre de 2020
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 5 de diciembre de 2020
Cada 3 de diciembre la tierra que me vio nacer se viste de gala coincidiendo con la celebración del Día de Navarra, aunque en esta ocasión las actuales circunstancias modificarán sin ninguna duda todas las previsiones. Hasta ahora, siempre tenían lugar diversos actos dirigidos a la ciudadanía para poner de relieve cuanto nos une a quienes nos sentimos orgullosos de nuestro Viejo Reyno, cuya larga y rica historia, a pesar de sus sombras, continúa siendo fuente de inspiración. Dicha fecha conmemora el fallecimiento de nuestro embajador más insigne, el misionero San Francisco de Javier, miembro del grupo precursor de la Compañía de Jesús -congregación religiosa a la que pertenece el actual Papa Francisco- y estrecho colaborador de su fundador, el vasco San Ignacio de Loyola.
Huérfano desde la más tierna infancia, el joven creció en un clima de guerras y división pero, al alcanzar la edad requerida, tuvo la fortuna de iniciar sus estudios universitarios de Humanidades en la prestigiosa Sorbona de París. Fue allí donde el destino le hizo compartir habitación con Ignacio, siendo influenciado de forma definitiva por su famosa frase “¿De qué sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?". Desde entonces, decidió ganar tanto su alma como la de millones de fieles cristianos y en aquellos tiempos sedientos de conquistas y poder abrió los ojos, los brazos y, sobre todo, los espíritus de quienes recibieron su mensaje evangélico. Durante los once años que vivió en el Lejano Oriente aceptó de buen grado la diversidad de cultos, razas y civilizaciones, sembrando entre ellos la Buena Noticia del Amor, tan necesaria en estos tiempos de insolidaridad, deshumanización, racismo y falta de empatía que nos está tocando vivir.
Por fortuna, su ejemplo sigue cundiendo con el paso de los siglos en muchos de sus paisanos -Navarra es tierra misionera por excelencia-, uno de los cuales, José Luis Garayoa, que recibió junto a dos de sus compañeros la Medalla de Oro de la Comunidad Foral en 1998, desempeñó una etapa de su labor apostólica en Sierra Leona, el país más azotado por el virus del ébola y en el que fue víctima de un secuestro por parte de grupos guerrilleros. A su llegada, el convulso país africano llevaba inmerso más de un lustro en una guerra civil cruentísima y a las pocas semanas fue secuestrado cuando las tropas rebeldes asaltaron el hospital de Mabesseneh, donde se recuperaba de unas fiebres tifoideas. Incluso llegaron a colocarle frente al paredón, si bien finalmente los rebeldes decidieron no asesinarlo. En las facultades de Filosofía y Teología le enseñaron que el valor de la vida humana es infinito. Sin embargo, para su rabia y desesperación, en aquella parroquia africana se le morían el ochenta por ciento de los niños antes de cumplir los cinco añitos.
La noticia es que este hombre excepcional y ejemplar acaba de fallecer, todavía joven, en El Paso (Texas), víctima del coronavirus. Allí atendía a los inmigrantes latinos que aguardaban la correspondiente autorización para entrar en Estados Unidos. Decía que, a veces, cerraba los ojos, le preguntaba a Dios por qué y se peleaba mucho con Él. Pero, por mucho que el dolor le hacía más tortuoso el camino de la fe, él se obstinaba (para algo era navarro) en abanderarla. "Hay gente que me pregunta si en este desastre veo a Dios y yo les respondo que no podemos esperar a que Dios baje a hacer milagros contra las pandemias. Porque Dios no hace milagros. Dios nos da la capacidad de hacerlos". Existen millares de seres humanos con un corazón tan grande como para responder a la llamada de Jesucristo e ir a evangelizar hasta los confines de la tierra. San Francisco de Javier fue uno de ellos. José Luis Garayoa ha sido otro. Dos hombres que ejemplifican las otras “manos de Dios”. Este 3 de diciembre, llevada de un profundo agradecimiento, les recordaré especialmente en mis oraciones. Descansen en paz.
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