Artículo publicado en El Día el 1 de octubre de 2021
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 2 de octubre de 2021
La cobertura informativa de la erupción volcánica en la hermana isla de La Palma está generando un debate social que gira, principalmente, en torno a una pregunta: ¿cuál es el límite que separa la información del sensacionalismo? De más está decir que el buen periodismo debe regirse por unos principios éticos y deontológicos. Sin embargo, en los últimos tiempos ambos pilares brillan por su ausencia en no pocos medios de comunicación. El amarillismo y el populismo emocional se alzan como intolerables sustitutos de la responsabilidad y la profesionalidad periodísticas. Parece mentira que dentro de este ámbito todavía haya quienes duden sobre si merece la pena comerciar con el dolor, entre otras cosas porque a menudo demuestran con hechos que su respuesta es afirmativa. Cualquier evento puede convertirse en un producto mediático, aunque para ello se deje la compasión en la cuneta. Todo sea por la audiencia.
Bien es cierto que esta irresponsabilidad no recae únicamente sobre la prensa, la radio, la televisión o las plataformas digitales. Lectores, oyentes y espectadores no son en absoluto ajenos al éxito de estas fórmulas que, si obtuvieran unos porcentajes mínimos de seguimiento, perderían su razón de ser. Juzgo incuestionable que no se posponga el derecho a la intimidad familiar y personal ante un morbo disfrazado de noticia. La ética se impone como una exigencia ineludible, al menos si acordamos que el periodismo de calidad nada tiene que ver con un espectáculo circense. Porque traspasar determinadas líneas de color amarillo no sólo no aporta contenidos significativos, sino que conduce al desprestigio de uno de los oficios más hermosos del mundo: el de contar la vida. Lástima que en esta era de la inmediatez, que a día de hoy encuentra en las redes sociales su mejor acomodo, la búsqueda constante de viralidad agudice el problema de base.
Y es que no nos engañemos. La esencia de la información periodística radica en su utilidad pública, de tal manera que cada temática a tratar debe incardinarse de uno u otro modo en ese interés público. La pregunta clave que ha de formularse todo informador es si los contenidos entrañan tal interés público. Ese planteamiento inicial ya excluye de raíz cuestiones que responden exclusivamente a la curiosidad y a la escabrosidad, cuando no a la truculencia, y descarta lo que obedece a un provecho meramente particular. La del periodismo es una función pública, aunque se ejerza por medios privados, y de ella deriva su honorabilidad e influencia, que jamás deberían ponerse en riesgo ni en entredicho. Pero ¿quién no conoce esa máxima que reza “nunca dejes que la realidad te estropee una buena noticia”? Se accede así en el delicado terreno que muestra que la referencia a la verdad no es absoluta, sino condicionada. Importa el criterio de la rentabilidad económica, que no se puede ignorar, pero que tiene que quedar subordinado a que lo que se diga, además de responder a la verdad, ha de hacerlo al respeto debido al prójimo, así como a la responsabilidad social. De hecho, el respeto a la dignidad de las personas se erige como valor decisivo desde el que discernir lo que ha de decirse y cómo ha de decirse.
Desde mi punto de vista, la información nunca debería hacer daño. Por esa razón, deploro esta deriva de sensacionalismo desmedido, destinado a provocar emociones e impresiones a cualquier precio y sin ningún comedimiento. A la luz de los dolorosos acontecimientos que se viven en la Isla Bonita, creo que resulta imprescindible realizar una serena reflexión. No todo vale. Titulares llamativos, escandalosos, exagerados o carentes de una investigación rigurosa sobran, al menos si quienes los generan todavía conservan un ápice de corazón. Porque, además de ayuda institucional, financiera y psicológica, las palmeras y los palmeros necesitan un torrente de empatía y comprensión que neutralice ese infinito dolor que les envuelve en cenizas y lava.
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