Artículo publicado en El Día el 16 de septiembre de 2022
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 17 de septiembre de 2022
A medida que voy sumando calendarios a mi vida, no puedo por menos que seguir confesándome una antigua en relación a ciertos temas. Quien me conoce sabe de mis dificultades de adaptación al progreso tecnológico, que cursan paralelas a mi falta de interés hacia la materia. He mantenido el mismo móvil durante años, otorgándole una utilidad que se reduce a mandar mensajes, telefonear, contestar llamadas y colgar. Apenas hago fotos, dada mi poca destreza para las manualidades y, para rematar la faena, me cuesta un mundo diferenciar entre Smarts, Ipads, Ipods, Iphones y esa infinita selección de artefactos de última generación que me producen una inevitable ansiedad.
No hace demasiado tiempo leí un artículo en el que se facilitaban una serie de pautas para distinguir a un nuevo tipo de enfermos denominados nomofóbicos. Esta patología, cuyo origen etimológico proviene de los términos ingleses “No-Mobile-Phone Phobia”, viene siendo objeto de estudios psicológicos y no es para menos, si quiera porque sus afectados continúan aumentando de manera imparable. Dichas víctimas, cada vez más numerosas, presentan una dependencia total del teléfono móvil y no contemplan su día a día sin ese pequeño artículo convertido en un apéndice de su propio cuerpo.
Los síntomas que presentan son múltiples y preocupantes, y se traducen en comportamientos tan diversos como volver a buscarlo a casa en caso de olvido porque el miedo irracional a salir a la calle sin él les paraliza, adquirir un cargador nuevo si se quedan sin batería, prestos a enchufarlo en la primera clavija disponible, acceder a locales sin cobertura garantizada y, si no les queda otro remedio, salir al exterior continuamente para hacer las comprobaciones oportunas, no apagar jamás el terminal, colocándolo en “modo vibración” y observándolo sin descanso cuando se aventuran a acudir al cine o a cualquier otro espectáculo, o estar operativos y localizables durante las veinticuatro horas, incluso después de acostarse.
Los especialistas continúan constatando que tan moderna esclavitud aumenta la agresividad, la dificultad de concentración y la inestabilidad emocional de quienes la padecen. Por ello, recomiendan particularmente a los progenitores que, a modo de prevención, eviten que sus hijos e hijas dispongan de conexión a la red desde su habitación y establezcan unos horarios adecuados para el uso racional de los citados dispositivos. Pruebas recientes avalan asimismo que, cuantas más prestaciones posea el celular, más aumenta la sobreutilización de sus usuarios. De hecho, alertan de que, debido a la adicción que se genera a consecuencia de la permanente interactuación en las redes sociales, llegan a equiparar sus efectos a los de otras sustancias más convencionales.
En la actualidad carecer de móvil, sobre todo en la etapa juvenil, conlleva al parecer un apagón comunicativo casi absoluto, pero es precisamente en este contexto en el que yo comparto la decisión adoptada por las autoridades educativas de varios países de prohibir su uso en los colegios. En estos centros se habilitan unas taquillas para depositarlos hasta que termine la jornada lectiva.
Se trata de una medida con la que estoy plenamente de acuerdo, dado que jamás he entendido la necesidad de que los alumnos utilicen teléfonos durante el horario escolar, recreos incluidos, ni siquiera como herramienta de consulta. De hecho, existen entornos donde los niños ya no juegan ni hablan entre ellos sino que, cada vez a edades más tempranas, consultan el móvil continuamente y, en casos extremos, se sirven de él como instrumento para ejercer ciberacoso. A mi juicio, sería imprescindible brindarles otras alternativas que no inviten a su empleo.
Por esta razón, se aborda el presente fenómeno en alza como una cuestión de salud pública y se alerta a madres y padres de los peligros que comporta. Visto lo visto, declaro mi fobia a la nomofobia y abogo por un modelo de relaciones interpersonales más presencial y menos virtual, en cuyo ámbito recuperemos algunos de los rasgos que nos definen como seres humanos.
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