Artículo publicado en El Día el 4 de noviembre de 2022
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 5 de noviembre de 2022
Los hombres y mujeres cuya edad actual supera los setenta años conforman una generación que padeció el peor de los escenarios posible. Primero trabajaron para sus progenitores y, posteriormente, lo hicieron para sus hijos e hijas. Personas como mis padres, que han sido ejemplo vivo de integridad, honradez, generosidad, austeridad y previsión. Para ellos, el trabajo era una oportunidad para progresar, una puerta abierta a un mañana mejor. Se conformaban con comprar los bienes que entraban dentro de sus posibilidades y, salvo en casos de extrema necesidad, jamás pedían dinero prestado. Pagaban sus facturas puntualmente y siempre ahorraban una parte de sus ingresos por si las circunstancias resultaban poco propicias.
Su ocio consistía en pasar los domingos en el campo, bañarse en el río más cercano y comer una tortilla de papas en compañía de la familia y las amistades. Fueron tan prudentes y sensatos que crearon la mayor parte de las empresas que sacaron a España de un oscuro pasado de penurias para lanzarla a un luminoso futuro de oportunidades.
Sin embargo, cometieron el grave error de desear que sus herederos, actualmente entre la cuarentena y la cincuentena, no tuviéramos que trabajar tanto. Animados por su mejor voluntad, consintieron que sus proles arriesgaran más de lo debido, ya que siempre podrían echar mano de los ahorros que, fruto de sus renuncias, habían conseguido reunir.
Y en ese momento se abrió la veda al gasto continuo, a la especulación y a la ingeniería financiera, cuya manifestación más conocida fue la tristemente famosa “cultura del pelotazo”. Hasta hace no demasiados años, para presumir de fortuna lo procedente estribaba en endeudarse hasta las cejas. Así se pasó sin solución de continuidad del vino de mesa al Cabernet Sauvignon, y del bocadillo de chorizo a la Nouvelle Cuisine. Europa irrumpió en nuestra patria en forma de subvenciones y la Banca se empleó a fondo en hacer nuestros sueños realidad. Y, si algún agorero osaba poner de relieve los fallos del sistema, se le tachaba automáticamente de aguafiestas, mientras la filosofía del “a vivir que son dos días” seguía su racha triunfal.
Como era de esperar, aquel gigante con los pies de barro se vino abajo aplastándonos a todos. Desde entonces, se sigue hablando del fin de una era, de que nada volverá a ser como antes, de que nunca más tendremos casas en propiedad ni empleos fijos, de que la provisionalidad formará parte de nuestra existencia y, peor aún, de la de nuestros descendientes, que harán bueno ese aforismo que defiende que los pobres son los nietos de los ricos. En el caso de que exista, parece muy difícil aventurar cuál será la solución al inmenso problema que nos acucia, aunque se me ocurre que recuperar algunos de los principios y valores que hemos dejado por el camino podría ser un primer paso. Desde luego, nada se pierde por probar.
Hace apenas unas décadas, numerosos hogares se erigieron como modelo de esfuerzo y de cordura, y no tengo la sensación de que sus moradores fueran menos dichosos que nosotros, confirmando la teoría de que no es más feliz el que más tiene sino el que menos necesita.
Por lo visto, la sencilla paella, la sandía fresca, el armario de segunda mano o la ropa cosida en casa no eran tan malas opciones después de todo. Pero a ver quién es el valiente que les explica este cuento a los chavales que necesitan tener un móvil de última generación o unas zapatillas de marca tanto como el aire que respiran.
Más nos valdría dar eternamente las gracias a aquellos seres que nos dejaron en herencia un país próspero y reproducir su modelo para que nuestros descendientes, que se han convertido a estas alturas en unos esclavos endeudados y vislumbran un panorama bastante sombrío, no se limiten a heredar algunos relatos legendarios sobre la riqueza que sus antepasados fueron capaces de generar a base de ética y sacrificio.
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