Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 8 de mayo de 2012
Hace escasas fechas me llamó poderosamente la atención el llamamiento a una huelga de deberes promovida por la Federación de Consejos de Padres de Alumnos de Francia. Lo que denuncian nuestros homólogos del país vecino es que las tareas escolares son antipedagógicas, causan tensiones en el seno familiar al obligar a los padres a ejercer de profesores, alargan innecesariamente la larga jornada lectiva, impiden a los niños dedicar un tiempo a la lectura y aumentan las desigualdades entre los alumnos que pueden beneficiarse de la ayuda de su familia y los que no. Su premisa es: “los escolares tienen que mostrar en casa lo que han hecho en clase, no mostrar en clase lo que han hecho en casa”.
Habida cuenta que tengo dos hijos en edad escolar, concedo a este asunto la máxima importancia. Considero que las tareas escolares son esenciales para que los muchachos adquieran su cuota de responsabilidad para el futuro y la madurez necesaria para gestionar su tiempo. Al menos, así lo fue en mi etapa colegial. Sin embargo, los jóvenes de hoy en día se ven con frecuencia en la tesitura de demostrar en las aulas lo que han aprendido en sus hogares. En otras palabras, de poner de manifiesto la capacidad que tienen sus padres para la enseñanza y la supervisión de sus estudios. Y aquí ya entramos en el injusto terreno de la desigualdad, ya que no todas las familias parten de una misma base cultural, ni de similares medios económicos ni de idéntica disponibilidad de tiempo.
Aprecio razones a favor de los deberes escolares que están fuera de toda duda y la principal de todas ellas es que constituyen un vehículo de transmisión de valores tan positivos y necesarios como la disciplina, el esfuerzo, la constancia y el tesón. Sirven asimismo para consolidar los conocimientos y habilidades que se adquieren en la escuela. Pero también podría esgrimir varios argumentos que desmontan la idoneidad de esta práctica, sobre todo en las edades más tempranas. Está demostrado que un niño de primaria atraviesa por una fase incipiente de desarrollo personal e intelectual en la que necesita jugar para desarrollar todas sus capacidades, aprovechar su extraordinaria imaginación y no matar su creatividad. Por lo tanto, con el exceso de trabajo a domicilio corre el riesgo de aburrirse y de gestar una actitud negativa hacia asignaturas como la lengua y las matemáticas, simplemente porque todavía no está preparado para asumir esa sobrecarga. Esas actividades adicionales se le han de exigir dentro de un orden, en su justa medida. En este punto, convendría recordar que, por lo general, los adultos no solemos llevarnos trabajo a casa después de la jornada laboral y menos aún los fines de semana.
Por otra parte, también encuentro sumamente negativa esa insana competitividad que padecen los chiquillos en torno a las notas pero cuyo origen se encuentra a menudo en las pretensiones de los mayores. Cada vez son más los progenitores que suplantan a sus hijos en la realización de los trabajos con el ánimo de que éstos obtengan una calificación superior.
En definitiva, si para que un estudiante responda adecuadamente a las exigencias formativas necesita de una tutela continua, algo está fallando. Se impone una honesta y sincera revisión de esta errónea confusión de roles, porque no es de recibo ni que la docencia recaiga sobre los padres ni que la educación recaiga sobre los profesores.
Mi apuesta pasa por acudir a ese sabio aforismo latino que defiende que en el medio está la virtud. Lo verdaderamente relevante es aprender a pensar y no confundir la capacidad intelectual con el volumen de información adquirida. No obstante, para alcanzar esa meta resulta imprescindible otorgar la máxima importancia a la rutina diaria del esfuerzo. Nuestros hijos crecen a pasos agigantados y, si aspiran a integrarse con garantías en el mercado laboral, tendrán que avanzar cada día por un camino que no admite atajos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario