Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 1 de diciembre de 2017
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 2 de diciembre de 2017
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 2 de diciembre de 2017
Por suerte tengo edad suficiente para poder establecer
una comparativa entre mi época escolar -en la década de los setenta- y la de
mis hijos -el más pequeño, terminando el ciclo de ESO-. Con apenas cinco años
acudí al colegio por primera vez y a lo largo de trece cursos fui destinataria
de un modelo educativo que, además de incidir en la importancia del
conocimiento, aspiraba como objetivo principal a inculcarnos una serie de
valores imprescindibles para la formación de la persona, como el esfuerzo, la
responsabilidad y el respeto. No se puede negar que, en ocasiones, el sistema
hacía aguas -la perfección no existe- pero, en términos generales, quienes
formamos parte de aquellas generaciones anteriores a la LOGSE no deberíamos
quejarnos demasiado a este respecto.
Recuerdo con claridad que nuestros temarios
eran más extensos que los actuales. Nos obligaban a leer libros al completo, en
vez de la selección de textos de hoy en día, ideada con la absurda pretensión
de no agotar a los alumnos con tan, al parecer, ardua tarea. No existía este
actual afán por el localismo, y la cultura general que adquiríamos era
justamente eso, general, e incomparablemente más amplia que la actual. Ahora,
testigo de primera mano de la evolución académica de los chavales, me llena de
perplejidad comprobar cómo las cabezas pensantes de los sucesivos Ministerios
de Educación del último cuarto de siglo se siguen empeñando en inventar la
pólvora cuando, salvo casos excepcionales, la lógica debería imponerse: si
estudias, apruebas y si no estudias, suspendes.
En mi época no se progresaba adecuadamente ni
se necesitaba mejorar. Los profesores se limitaban a valorar del 1 al 10, con
lo que facilitaban tanto a alumnos como a padres la comprensión del mensaje
recibido. De este modo, se ponían de manifiesto las mejores capacidades o las
mayores habilidades de cada alumno para enfrentarse a determinadas materias y,
con datos objetivos, era posible decidirse por un futuro científico, humanístico,
laboral o de otra índole. De más está decir que las malas notas no eran motivo
suficiente para acudir a la consulta de un psicoterapeuta infantil. La temida
bronca casera se revelaba como la más eficaz de las terapias. Los adultos
apenas frecuentaban los colegios y no existía la costumbre de las reuniones de
principio de curso, ni de las entregas de notas en mano, ni de las horas de
tutoría obligatoria. En compensación, los maestros se alzaban como referentes
cuya autoridad nadie discutía.
Sin embargo, a día de hoy, el de los docentes
es uno de los colectivos profesionales con un incremento superior de bajas por
enfermedad laboral y un considerable número de sus integrantes ha perdido la
ilusión por el desempeño de una profesión eminentemente vocacional, sintiéndose
inermes a la hora de enfrentarse, por un lado, al aumento de faltas de respeto
de niños y adolescentes y, por otro, a reclamaciones paternas a menudo
extemporáneas y carentes de fundamento. Es muy decepcionante comprobar cómo los
cerebros de estas políticas educativas de nuevo cuño han decidido que las
jóvenes generaciones se igualen por lo bajo, de tal manera que quienes se
esfuerzan, poseen talento y ganas de aprender se ven sin apenas alicientes
cuando comprueban que sus compañeros de pupitre, gracias a los progresistas
criterios de calificación de los centros escolares (actitud del alumno, observación
en el aula, exposiciones orales y
escritas, pruebas de evaluación continua…), obtienen unos réditos muy similares
a los suyos con una mínima dedicación al estudio.
En España, aspirar a la excelencia se
contempla, en el mejor de los casos, como una utopía y, en el peor, como la pretensión
de cuatro pedantes pasados de moda. Personalmente, no puedo entender que el alarmante
puesto que en este ámbito ocupa nuestro país en relación al resto de los
estados europeos no conlleve de una vez por todas a la urgente firma de un
Pacto de Estado por la Educación serio, riguroso y libre de manipulaciones
políticas. Porque quienes están llamados a sucedernos no merecen menos.
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