Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 21 de septiembre de 2018
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 22 de septiembre de 2018
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 22 de septiembre de 2018
Más de una vez he presenciado a padres y madres pegando a sus hijos. No estoy hablando de una paliza en sentido estricto, sino de la tradicional aunque, en mi opinión, antipedagógica “torta a tiempo”. Nunca he sido partidaria de justificar la violencia, con independencia de su grado. Considero que hiere de muerte a la racionalidad que se le presupone al ser humano y que le debe distinguir de los demás animales.
Distinto es que, en función de las circunstancias que la originen, pueda sentir una mayor o menor comprensión con quienes la ejercen, pero siempre rechazando de plano que sea contemplada como una opción educativa. Es una alternativa que deploro y a la que no otorgo efectividad alguna ni a medio ni a largo plazo. Sin embargo, son legión las personas que opinan que un azote, una nalgada o un zarandeo resultan de gran utilidad y persisten en acudir a ellos en la esfera familiar.
Convendría tener en cuenta que lo que para algunos es un límite aceptable de violencia, otros pueden considerarlo excesivo, habida cuenta que es más que probable que esa intensidad aumente a medida que otras acciones previas carezcan de efectividad. No niego que la mayoría de los progenitores, cuando una situación les supera, recurran muy a su pesar al cachete, perdida por completo la paciencia y sin saber cómo actuar. Pero si a nadie le gusta que le aticen, menos todavía a los chiquillos que, ante la manifiesta pérdida de papeles de sus cuidadores, se sienten profundamente humillados y dolidos.
Estas reacciones tan disculpadas socialmente no son más que la constatación de un irresponsable impulso humano susceptible de ser controlado. Se trata de un recurso rechazable y constituye un modelo pésimo para la corrección del comportamiento y la resolución de conflictos, además de resultar doloroso para ambas partes, tanto física como emocionalmente.
Bajo mi punto de vista, no existe mejor camino hacia una educación eficaz que el de los buenos ejemplos. En las etapas iniciales del desarrollo, como de verdad se aprende no es escuchando lo que se debe hacer sino viendo cómo lo hace el responsable de quien se depende. Por lo tanto la torta, por suave que sea, transmite el mensaje erróneo de que los más fuertes imponen sus criterios y que, en consecuencia, perder el control está justificado en ocasiones.
Educar a un hijo no tiene fecha de caducidad. No concluye cuando cumple los tres años, ni los seis ni los catorce, pero inexorablemente llega un día en el que ya no puede ser controlado a base de levantarle la mano. Debemos entonces reconocer con absoluta sinceridad que los más pequeños son los destinatarios de este tipo de medidas por la sencilla razón de que están en inferioridad de condiciones. La prueba más evidente es que a nadie en su sano juicio se le ocurriría hacer lo mismo con un vecino molesto, un conductor agresivo o un jefe despótico, en previsión de que le partan la cara. Y jamás hay que olvidar que los menores merecen el mismo trato que dispensamos a quienes ya no lo son.
Ser sus padres no equivale a ser sus dueños, ni tampoco otorga carta blanca para descargar sobre ellos unas tensiones del día a día que, probablemente, ni siquiera han provocado.
Todo aquel niño que, en mayor o menor medida, sufre reacciones violentas, interioriza la idea perversa de que dichas conductas pueden resultar aceptables si se ejercen contra alguien más débil o si se emplean aduciendo una causa justa, luego no es descartable que las reproduzca en la madurez. Tampoco es infrecuente que el adulto, para autojustificarse, pronuncie la consabida coletilla “es por su bien”. De modo que, ya en este punto, yo me conformaría con que, si no puede evitar la pérdida de control, al menos reconozca el error y no trate de adornarse en vano.
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