Artículo publicado en El Día el 11 de junio de 2021
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 12 de junio de 2021
Vivimos tiempos de decepción. Las bases sobre las que cualquier sociedad de altura tendría que sustentarse no pasan de ser, al menos en la nuestra, meras acepciones que adornan los diccionarios y las enciclopedias, pero cuya virtualidad es prácticamente nula. Algunos altos cargos y representantes políticos se conducen a menudo de una forma tan siniestra que el ciudadano de a pie pierde por completo la noción de lo que significan conceptos tan sagrados como legalidad, legitimidad, justicia y ética, y tiende a confundirlos.
Guiada por un afán aclaratorio y utilizando un lenguaje coloquial, diré que se entiende por “ley” cada una de las normas o preceptos de obligado cumplimiento que una autoridad establece para regular, obligar o prohibir una cosa, generalmente en consonancia con la justicia y la ética. En cuanto a la “legalidad”, dícese de la cualidad de lo que es conforme a la ley o está contenido en ella, mientras que al hablar de “legitimidad” se alude a la conformidad y adecuación a la ley o, también, a la facultad que avala al órgano que la dicta.
Por otra parte, y como términos relacionados con los anteriormente citados, el concepto de “justicia” define la virtud que inclina a dar a cada uno lo que le pertenece o corresponde, reservándose a la “equidad” la justicia del caso concreto.
Inspiradoras e íntimamente relacionadas, entre otros, con el ámbito jurídico, se sitúan (o, al menos, deberían situarse) la “moral”, que es la cualidad de las acciones humanas con respecto al bien y al mal, y la “ética”, entendida como la disciplina filosófica que estudia precisamente ese bien y ese mal y sus relaciones con la moral y el comportamiento humano, o también como el conjunto de costumbres y normas que dirigen o valoran dichas conductas.
De modo que, cuando nos asomamos a la actualidad y asistimos a la relación infinita de despropósitos e indignidades -cuando no, delitos- con los que nos mortifican ciertos sujetos privilegiados, es fácil concluir que el papel lo aguanta todo.
El drama surge cuando teoría y práctica se enfrentan irremisiblemente y esa coletilla que adorna la definición de “ley” (“generalmente en consonancia con la justicia y la ética”) no pasa de ser una quimera, un brindis al sol, un ramillete de buenas intenciones. Es justamente entonces cuando a los ciudadanos de a pie, los que respetamos el ordenamiento jurídico, los que pagamos religiosamente los impuestos, los que cumplimos las sentencias judiciales y los que no tenemos tarjetas opacas o sobres por debajo de la mesa con los que irnos de clubes de alterne ni de restaurantes de cinco tenedores, no nos consuela conocer las diferencias entre lo legal, lo legítimo y lo lícito, porque nos sirve más bien de poco.
Y es que, visto lo visto, es tan perfectamente posible aprobar e imponer una ley ilícita e ilegítima por poderes legales, aunque moralmente reprobables (véase el caso de las dictaduras genocidas y los regímenes totalitarios), como esgrimir ante los tribunales la literalidad de unas normas al servicio de un poder moralmente ilícito e ilegítimo, situado por encima del bien común de los ciudadanos y carente de consenso social.
Dicho de otra manera, puede que la legalidad aluda al contenido de la ley pero, cuando ésta se interpreta torticeramente, se convierte en éticamente ilícita y socialmente ilegítima. Tener que lidiar con esta realidad me sigue afectando profundamente. Me resulta desesperante constatar el abismo que en muchas ocasiones separa lo legal de lo moral y, por qué no decirlo, de lo decente. Así que, cada vez que escucho a quienes saquean nuestras arcas y a quienes se burlan de nuestro ordenamiento jurídico utilizar como argumento de defensa que sus actuaciones se enmarcan dentro de la legalidad, me pregunto hasta cuándo voy a poder convencer a mis hijos de que la honestidad ha de acompañar permanentemente su proceder.
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