Artículo publicado en El Día el 28 de octubre de 2022
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 29 de octubre de 2022
Ante la proximidad de las festividades de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, me permito compartir una reflexión personal que me asalta con cierta frecuencia. Se da la circunstancia de que, entre las numerosas ocasiones en las que he querido o debido acudir a hospitales, tanatorios y cementerios, me he sentido indignada ante la falta de respeto y sensibilidad que exhiben algunos familiares y allegados de pacientes y fallecidos en lo referente al cumplimiento de sus deseos o últimas voluntades. Considero que los anhelos de quienes atraviesan por unos trances tan duros de enfermedad y muerte han de ser sagrados y, por ende, acatados escrupulosamente, al margen de que resulten o no del agrado de sus seres queridos.
Sin embargo, lo que a mi juicio constituye una obligación moral obvia no concita precisamente la adhesión más generalizada. De hecho, el común de los mortales tuerce el gesto cuando se abordan situaciones de este tenor que, todo sea dicho de paso, resultan plenamente cotidianas y susceptibles de ser afrontadas con un notable grado de cariño y consideración hacia quien las sufre.
Como muestra, un botón. Se me ocurren pocas experiencias más indignantes que la de escuchar los argumentos de un huérfano o una viuda tratando de convencer al auditorio de turno de que ha incinerado a su madre o su esposo porque, aunque preferían ser enterrados, no lo encontraban apropiado, eludiendo por completo las opiniones de aquellos, a menudo expresadas abiertamente, en voz alta y ante testigos.
Visto lo visto, y con la mera pretensión de clarificar algunos extremos, cabe indicar que existen normas en nuestro ordenamiento jurídico que regulan las denominadas instrucciones previas, por las que una persona mayor de edad, capaz y libre manifiesta anticipadamente su voluntad para que esta se cumpla si se dan las circunstancias en las que no pueda expresarla personalmente, bien sea sobre los cuidados y el tratamiento de su salud o, una vez acaecido su óbito, sobre el destino de su cuerpo o de sus órganos a los efectos de trasplantes u otros fines.
Se trata de un documento que figura en un registro público en el que designará a uno o dos representantes que actuarán como interlocutores de sus mandatos en todo lo relativo a la autorización de tratamientos médicos, con el fin de que les sean comunicados a los profesionales sanitarios encargados de sus cuidados, quienes tan sólo acudirán a familiares y allegados en aquellos casos no contemplados expresamente en dicha manifestación anticipada de la voluntad.
Deberá formalizarse por escrito y a elección del otorgante ante un notario, un funcionario encargado del propio Registro de las Manifestaciones Anticipadas de Voluntad o tres testigos, también mayores de edad, con plena capacidad de obrar y no vinculados al interesado por vía matrimonial o análoga, parentesco hasta el segundo grado, ni relación laboral, patrimonial o de servicios.
Ante la duda de cómo se informará a los facultativos y al resto del personal hospitalario sobre la existencia de dicha voluntad manifestada por el paciente (y que ostenta una prevalencia absoluta frente a cualquiera otra), existe una conexión a través de la propia tarjeta sanitaria del interesado.
Por lo tanto, no cabe consulta alguna al resto de su entorno más cercano, que no podrá presentar oposición a lo expuesto por el enfermo ni por el difunto. Estas instrucciones plasmadas negro sobre blanco tan sólo dejarán de tener efecto si se lleva a cabo a posteriori otra declaración de su autor o autora con un contenido distinto y realizada además en el momento del acto médico, emitida con plena consciencia y conocimiento informado. A mi juicio, lo que más bien se debería revisar es ese grado de cumplimiento de las últimas voluntades de nuestros seres queridos, que han de ser estrictamente respetadas por quienes estamos llamados a atenderles en los instantes más vulnerables de su existencia. Por encima de todos y de todo.
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