Nuestra vigente Carta Magna, votada en referéndum el
6 de diciembre de 1978, cumple hoy treinta y cuatro años y en esta efemérides me declaro más
que nunca ferviente partidaria de su urgente necesidad de reforma.
Desde hace no poco tiempo existe un debate social
sobre la conveniencia de modificar determinados contenidos de la Norma Suprema.
Sin embargo, la maduración de esta opción es inversamente proporcional a los
deseos de la clase política contemporánea de ponerse manos a la obra. Por lo
visto, la casta que nos dirige se encuentra muy cómoda sobre este tablero de
ajedrez que conforman los ciento sesenta y nueve artículos del texto. De hecho,
tan sólo se han introducido dos exiguas modificaciones al mismo. La primera, la
adaptación del originario artículo 13.2, por ser aquél incompatible con el
posterior Tratado de Maastricht. La última -por cierto, muy reciente-, la inclusión
del principio de estabilidad presupuestaria en el artículo 135, sospechoso
apaño de los dos partidos mayoritarios de la nación, amparados en la “gravedad
de la situación económica”.
Pero, más allá de estas actuaciones puntuales, nada
ni nadie ha planteado una reforma constitucional de auténtico calado. Como
mucho, se habla con la boca pequeña del lío que supondría la hipotética venida
al mundo de un hijo varón al seno de la pareja formada por Letizia Ortiz y
Felipe de Borbón.
Lo que es innegable es que aquel respeto reverencial
que suscitaba el vértice de nuestro ordenamiento jurídico ha pasado a mejor
vida y la culpa de ese desprestigio hunde sus raíces en el pésimo
comportamiento de nuestros representantes políticos, encantados con el actual statu quo. La exigencia de cambios por
parte de un cada vez más amplio sector de la sociedad despierta no pocos
recelos y temores a importantes facciones tanto del PSOE como del PP, convencidos
de ser los guardianes por excelencia de las esencias del pacto de la Transición.
Tratan de convencer a las masas de que, con la revisión de aquellos acuerdos
posfranquistas, se pondría en riesgo el legado de toda una generación y
reaparecería el miedo atávico a la confrontación de las dos Españas.
Pero yo no estoy de acuerdo en absoluto con estos
posicionamientos a caballo entre la cobardía y la mediocridad. Creo que,
treinta años después, los ciudadanos hemos cambiado la percepción de aquel
sacrosanto consenso y hemos sido capaces de comprobar sus luces pero también sus sombras. Sus virtudes y sus defectos –que son muchos y graves-. Educados en
otras ideas y valores, empezamos a cuestionar algunos dogmas. Por consiguiente,
ya va siendo hora de estimular un debate sereno y razonado sobre cómo deseamos
articular nuestra futura convivencia y por ello no es ningún drama que varios
aspectos básicos sean reformados y que algunas temidas Cajas de Pandora -como
la alternativa a la Monarquía o la revisión del ruinoso modelo autonómico- sean
abiertas.
A 6 de diciembre de 2012, con un país hundido en la
miseria, con una separación de poderes tan sólo teórica, con un sistema
electoral que no respeta la voluntad popular y con una mayoría de dirigentes –pertenezcan
al partido que pertenezcan- cuya gestión y credibilidad rozan el esperpento, el
orgullo de ser español está en peligro de muerte.
Que no lo olviden durante sus brindis en esta
jornada.
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