Artículo publicado en la revista de habla hispana "La Ruptura" el 10 de diciembre de 2012
La atroz crisis que
nos está tocando vivir presenta multitud de rostros y el retorno al hogar
paterno después de un divorcio es uno de ellos.
Son cada vez más
los hombres y las mujeres que vuelven a casa de sus padres tras una ruptura
sentimental. El popular “Síndrome del nido vacío” se ha transformado en el “Síndrome
del nido lleno” si, además, le sumamos el retraso en la edad de emancipación de
los hijos más jóvenes.
Centrándonos en el
primer caso, el regreso a la casa familiar después de un matrimonio fallido
provoca un trastorno adaptativo en todos y cada uno de los miembros afectados. Esta
situación, sobrevenida a causa de los problemas económicos, suele resultar muy
complicada a causa del choque de unos modos de vida distintos y, a veces, antagónicos. Adaptarse a una serie de normas
ya olvidadas, respetar unos horarios que no se comparten o ser objeto de
preguntas incómodas no agrada a ninguna persona que, encima, se halle inmersa
en un doloroso proceso afectivo.
En el caso concreto
de los hombres, la salida obligatoria del domicilio conyugal, unida al
correspondiente pago de pensiones de alimentos, en ocasiones deja sus ingresos
tan reducidos que les es imposible afrontar una existencia independiente.
Por lo que se
refiere a las mujeres, si su ex cónyuge no cumple con los abonos pertinentes y
su situación laboral es precaria o, incluso, inexistente, se ven obligadas
igualmente a recurrir a la ayuda de padres y hermanos. Idéntica tesitura se
produce si son víctimas de malos tratos y tienen que dejar su casa junto a sus
hijos, una vez concedida la guarda y custodia de los mismos.
En mi opinión, poder
contar con el apoyo de los suyos cuando un recién divorciado atraviesa una
profunda crisis personal es una verdadera suerte. Pero no es menos cierto que
la realidad que va a encontrarse ahora nada tiene que ver con la que dejó años
atrás. Y lo mismo va a ocurrir con sus seres queridos.
Los progenitores
intentarán desempeñar otra vez ese rol y es más que probable que pequen de
sobreprotección, dolidos por ver sufrir a su hijo y temerosos de que la
historia se repita. Pero también su propia independencia puede correr peligro,
máxime si a aquél le acompañan unos nietos que deje habitualmente a su cuidado.
El resto de hermanos
que aún residen en la casa tal vez encajen el cambio de escenario con
reticencias.
Y los menores que
se trasladen a vivir definitivamente con sus abuelos quizá se vean negativamente
afectados al alejarse de sus espacios de referencia hasta la fecha. No
obstante, esta sensación de desarraigo no es tan aguda para aquéllos que sólo
acuden a la vivienda los fines de semana.
Mención aparte
merecen los separados que afrontan esta actual etapa con el afán de recuperar el
tiempo perdido y ansiosos por reproducir las costumbres de la soltería, reacios
a asumir la responsabilidad que conlleva volver a vivir bajo el techo paterno.
Como en tantos
otros conflictos de diversa naturaleza, la solución más viable nace de una
sabia mezcla entre tiempo, paciencia y respeto. Así, un plazo razonable de
adaptación puede rondar los seis meses, un período en el que ni padres ni madres
tendrían que hacer reproches a sus hijos y en el que éstos deberían
agradecerles el apoyo que les brindan.
Ya para concluir, conviene
tener en cuenta que estas fases vitales suelen ser transitorias y que lo
deseable es que, más pronto que tarde, los afectados puedan rehacer sus vidas
de forma independiente.
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