Ayer, como casi todos los sábados de la última década, nos pegamos el
madrugón de rigor para ir a animar al equipo de fútbol sala del colegio. Ahora
juega el pequeño, normalmente por la banda izquierda (es zurdo, como su madre).
Antes, lo hacía el mayor, de cierre (“hijo, que no pase ni el aire, que se note
que eres de Pamplona”). Pocos espectáculos más apasionantes que el de ver a
unos chavales de once años echar el resto con el balón en los pies. El parqué
brillante, las caras sudorosas, las medias caídas y el amor propio a prueba de
bombas. “Mamá, hoy ganamos seguro y, si marco, te dedico el gol y le mando un
beso al abuelo mirando al cielo”. Y yo, mientras tanto, asintiendo y tragando
saliva…
Sin embargo, en las gradas, un sector del público -madres, padres, abuelas,
abuelos y otras hierbas- se afana en mostrar su peor versión, como en una perversa
Ley de la Compensación, de yin y yang, de Bella y Bestia, de Jekyll y Hyde. Dos
mundos tan cercanos y, a la vez, tan lejanos, sin apenas distancia física pero
a años luz de toda lógica. Por un lado, el de esos adultos que descargan sus
frustraciones ante el estupor de sus hijos, que asisten perplejos a la sarta de
silbidos, exabruptos y salidas de tono de quienes están obligados a darles el
mejor ejemplo posible de comportamiento. Y, por otro, el de esos niños
condenados a cubrir unas expectativas deportivas que, a menudo, les superan y
que (se supone) están ahí para hacer deporte pero, sobre todo, para disfrutar,
no para defender el honor familiar ni para ser cazados por un ojeador de la
Liga.
Los entrenadores van dando instrucciones que los progenitores cuestionan
(“pero ¿por qué no le pone de delantero a mi niño, que es un crack?”, el
árbitro se equivoca más que acierta (“date una vuelta por la óptica, pringao”) y los jugadores se vuelven locos tratando de agradar a entrenadores, progenitores y
árbitro.
1-0
1-1
Tiempo muerto.
“¿Cuánto queda?”
“Cinco minutos”.
2-1
Aullidos paternos.
Arrecian las protestas y las miradas de reojo a los aficionados del equipo
rival. “Os vais a ir a casa de vacío, por listos”.
En la última jugada, el tercero.
¡Qué mala suerte!
3-1
¡Qué mala suerte!
3-1
Y, de repente, el milagro. El autor del gol se dirige a sus seguidores y,
colocando el dedo índice sobre la boca, les insta a guardar silencio para
ahorrarle chanzas al rival. Nunca había visto en un campo mayor
demostración de deportividad y de madurez.
¡Cuánto tenemos que aprender de los niños!
¡Cuánto tenemos que aprender de los niños!
Final del partido.
“Hay derrotas que saben a victoria y hoy ha sido una de ellas”, me digo para mis adentros.
No ha habido dedicatoria, aunque David se ha dejado la piel y, lo que es más
importante, sin perder la sonrisa. Como siempre. Como es él. Una máquina de la
felicidad.
"Tranquilo, tesoro, que el próximo lo ganamos. Fijo."
Querida Myriam:
ResponderEliminarAprendiendo de ellos...y por qué no?
Precioso gesto de deportividad...y sonrojadas las caras de sus padres, a buen seguro.
Buenas noches y un beso.
Juan Luis.
Sí, querido amigo. Ya lo decía Rilke con su alma de poeta: "LA VERDADERA PATRIA DEL HOMBRE ES LA INFANCIA".
ResponderEliminarJamás deberíamos perderla pero, en cualquier caso, nunca es tarde para recuperarla.
Besos de Navidad canaria.
MYRIAM
Preciosa lección de deportividad, como siempre, son preciosas (no tienen precio) las lecciones que nos dan los niños. A ver si aprendemos de una vez. Me encanta este zurdo del norte y su abuelo estará llorando de emoción al verlo desde el cielo! Besicos. Rose.
ResponderEliminar