Artículo publicado en El Día el 16 de diciembre de 2022
Artículo publicado en La Provincia el 17 de diciembre de 2022
Cualquiera que frecuente las redes sociales observará un fenómeno que se produce con una, en mi humilde opinión, improcedente frecuencia. Se trata de la práctica recurrente de colgar en ellas numerosas fotografías de bebés, niñas, niños y jóvenes, a menudo la propia descendencia. No pongo en duda los inmejorables sentimientos que impulsan a dichas publicaciones, pero lo cierto es que las personas adultas que no calibran suficientemente las consecuencias asociadas a estos actos son legión. La tentación de compartir los testimonios gráficos de los cumpleaños, las competiciones deportivas, las fiestas escolares o los viajes vacacionales les persigue sin descanso y no todos son capaces de resistirse a ella.
Sin embargo, al menos en otros países de nuestro entorno, más de uno se lo pensará dos veces si no quiere ser castigado judicialmente y abonar una considerable multa.
Así por ejemplo, una mujer italiana fue condenada hace no demasiado tiempo a retirar de Facebook todas las noticias, datos, imágenes y videos en los que aparecía su hijo de 16 años, quien la denunció ante los tribunales por exponer a diario en la citada red social aspectos íntimos de su vida personal. El hartazgo y el malestar del joven habían llegado a tal extremo que durante la vista solicitó al juez su traslado a los Estados Unidos para proseguir allí los estudios, con el fin de poner tierra de por medio y evitar así esa alarmante sobreexposición de sí mismo. El fallo, que sentó precedente, también puso fin a una mediática disputa cuyo origen se remontaba a un previo enfrentamiento legal entre sus progenitores.
En esta era digital, donde cualquier detalle de una vida puede ser compartido, se origina cada vez más la coyuntura de que un padre o una madre inmersos en un proceso de separación o divorcio acudan a la Justicia para solicitar la eliminación de las imágenes de sus hijos e hijas en aras a una tutela más adecuada. En aquel concreto caso, su Señoría sentenció a favor del adolescente, al avalar sus razonamientos centrados en que, debido al uso constante y sistemático de las redes sociales por parte de su progenitora, todas sus amistades sabían lo que está haciendo día sí, día también. De hecho, quedó plenamente probado que la protesta del chico no podía tacharse de simple capricho y que recurrió a los tribunales al sentirse abrumado y superado por las circunstancias.
En España, la atribución de colgar fotografías o grabaciones de los y las menores en Internet se asocia a la patria potestad inherente a la paternidad y a la maternidad, y rara vez se ha cuestionado ese derecho sobre los vástagos. No obstante, según la Ley de Protección de Datos, los afectados, una vez cumplan catorce años, pueden decidir sobre el uso de su imagen, por considerarse que ya poseen suficiente madurez para decidir sobre puntos tan determinantes de su personalidad. Y la propia imagen, desde luego, lo es. Asimismo, conviene tener muy presente que la infancia goza de una tutela reforzada por la Convención de los Derechos del Niño, aprobada en Nueva York en 1989, y que nuestro Código Civil impone a los padres el deber de cuidarlos y educarlos, lo que incluye una apta utilización de su perfil público.
Si no se atienen a su cometido, la Justicia puede intervenir para protegerles ante posibles riesgos, entre ellos el de una excesiva exposición en Internet. Concretamente en 2014, el Tribunal Supremo definió a las RR.SS. como lugares abiertos al público potencialmente perjudiciales para los niños y niñas, ya que podrían ser etiquetados o buscados por individuos malintencionados. Ahora que comienza el periodo de vacaciones navideñas, tan proclive a las celebraciones colectivas, creo que es preciso apelar de nuevo al sentido común y llevar a cabo un ejercicio de empatía, poniéndonos en el lugar de unos seres en construcción que se ven impotentes ante algunas decisiones de sus padres y madres, por mucho que detrás de ellas se esconda un amor infinito.
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