Artículo publicado en El Día el 2 de diciembre de 2022
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 3 de diciembre de 2022
El próximo 6 de diciembre se cumplen ya cuarenta y cuatro años de la celebración del referéndum en el que el pueblo español votó “sí” de forma mayoritaria a nuestra Constitución. Como viene siendo habitual, dicho acontecimiento se festejará con numerosos actos institucionales y el grueso de los medios de comunicación del país rescatarán con cierta nostalgia de sus hemerotecas aquellos inicios, hoy más que nunca anhelados, de nuestro Estado Constitucional. Tampoco faltarán quienes afronten esta fecha tan señalada con desconfianza y hasta con desprecio, habida cuenta de que no se sienten identificados en absoluto con nuestra Carta Magna. Sea como fuere, considero que existen sobradas razones para la celebración, aunque sin dejar a un lado la necesaria reflexión.
Y es que la mera opción de limitarse a aplaudir mientras, al mismo tiempo, se elude la obligatoria revisión que requiere el texto constitucional, resulta tan errónea como la de no ensalzar los innegables logros y aciertos que durante estas más de cuatro décadas deben atribuirse a la norma de más alto rango de nuestro país.
A lo largo de su articulado se proclaman ideales, derechos y principios sagrados que no cabe ignorar. Resulta paradójico que muchos de quienes hablan del texto con desdén, a menudo se expresan desde la ignorancia amparados en ese sistema de libertades que aquel les garantiza. En su Preámbulo se consagra el deseo de establecer la justicia, la libertad y la seguridad, de asegurar la convivencia democrática y un orden económico y social justo, de consolidar un Estado de Derecho basado en el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular, de proteger a toda la ciudadanía española en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones, así como de configurar una sociedad democrática avanzada y con una digna calidad de vida. Resulta, pues, muy complicado no identificarse con un proyecto de estas características.
Hay que decir, no obstante, que dichos objetivos se han cumplido sólo en parte, si bien los fines aún no alcanzados o pendientes de consolidación no deben convertirse en armas arrojadizas llamadas a desprestigiar la norma que los proclama sino, en su caso, en una petición de cuentas a tantas y tantos dirigentes que no han sabido desarrollar las correctas políticas para no reducir a simple utopía el citado preámbulo. Dicho esto, tampoco se debe ser tan ingenuo ni tan injusto como para culpar íntegramente a quienes hemos elegido y, en no pocas ocasiones, reelegido en las urnas. Un gran sector de la sociedad ha preferido despreocuparse de la vida pública, justificándose en que ni le incumbe ni le importa, y a menudo ha mirado hacia otro lado ante la corrupción, mostrándose dócil y permisiva con los gobiernos de su cuerda mientras castigaba con dureza a sus adversarios, llevada más por el corazón que por la razón.
Dejarse influenciar por un titular mediático o por un eslogan atrayente mientras se renuncia a efectuar la imprescindible labor crítica que define a las personas maduras, constituye por desgracia un ejercicio demasiado frecuente en el ámbito electoral. Pero el hecho cierto es que la responsabilidad ciudadana ante la actual situación no se puede negar y nos obliga a cambiar de actitud con urgencia si, al menos, aspiramos a conservar este sistema de convivencia. En definitiva, celebremos, porque hay mucho que agradecer, pero también reflexionemos, porque hay mucho que mejorar. Avancemos por la senda del constitucionalismo. Apreciemos y respetemos sus principios, derechos y libertades. Sigamos confiando en la esencia de un modelo que, sin duda alguna, es el más adecuado para nuestro desarrollo colectivo. Pero no tengamos miedo de reconocer una serie de errores y deficiencias susceptibles de ser enmendados. Modifiquemos la Constitución para perfeccionarla, no para destruir lo que representa. Y no erremos al diagnosticar el origen del problema, que no estriba ni en el sistema constitucional ni en los valores que encarna, sino que radica en la falta de competencia de muchos de nuestros representantes políticos y en una desafección ciudadana que va en aumento.
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