Artículo publicado en El Día el 9 de diciembre de 2022
A principios de esta semana, el 5 de diciembre, se ha celebrado el Día Internacional del Voluntariado, generándome la reflexión de que determinadas tragedias asociadas a la inmigración, los conflictos bélicos, la pobreza o la enfermedad nos sacuden con frecuencia las entrañas y nos colocan ante la máxima verdad de la vida, que no es otra que la absoluta certeza de la muerte, a veces cuando menos se la espera. Por ello, a la vista de situaciones de este tenor que, día sí, día también, abren los telediarios e ilustran las portadas de los periódicos, me resulta preocupante constatar que la insolidaridad todavía tiñe nuestra moderna existencia, esa de cuyo progreso y desarrollo presumimos a voz en grito, esa en la que los seres humanos demostramos nuestra verdadera talla o la ausencia de ella.
Lo cierto es que el individualismo sigue abriéndose paso con fuerza y siempre encontramos alguna excusa para no colaborar con los más necesitados, aludiendo a que sus problemas no nos competen y derivando la solución de los mismos a un Estado del Bienestar que, tristemente, hace aguas. Descargamos nuestra conciencia con una facilidad pasmosa y a velocidad de crucero. Sin embargo, el egoísmo no debería convertirse jamás en nuestro patrón de conducta, precisamente porque es la antítesis de la humanidad y lo contrario a la esencia que nos diferencia del mundo animal, por más que sean los propios animales quienes habitualmente nos den grandes lecciones de buen comportamiento.
En este sentido, me repugna la reacción incalificable de algunos energúmenos en las redes sociales –a menudo, escombrera de insensateces-, que muestran la bajeza moral de quejarse por el retraso en las emisiones de sus programas favoritos a consecuencia de las coberturas informativas de determinados sucesos luctuosos de interés general. Por no hablar del propio tratamiento que de dichas noticias se lleva a cabo en ciertos medios de comunicación, que prefieren decantarse por el sensacionalismo carroñero en detrimento del respeto y la intimidad de las víctimas de los dramas.
No obstante, y a pesar de todo, existen sobradas razones para la esperanza, máxime ahora que la Navidad está a la vuelta de la esquina.
Contrarrestando el fenómeno anterior y devolviéndonos la fe en la raza humana, se alzan esa multitud de hombres y mujeres solidarios y acogedores que abren sus mentes y sus corazones sin exclusión, que detectan el tipo de atención que requieren las circunstancias extremas, que manifiestan su disponibilidad para la escucha y que hacen de la ayuda al prójimo una forma de vida. Suelen presentar un perfil creativo y proclive a la organización, que les permite planificar sus actuaciones de auxilio al margen del paternalismo. Están acostumbrados a trabajar en equipo y capacitados para instruir a otros compañeros en las tareas que acometen.
Conocen de primera mano la realidad que les rodea, ya sea social, política o económica, y su compromiso por construir una sociedad más digna les moviliza con rapidez ante cualquier eventualidad inesperada, máxime si adopta la figura de una catástrofe. Destinan esa faceta de su personalidad a mitigar en la medida de sus posibilidades el dolor ajeno, compartiendo con los afectados unas penas tan intensas que ni siquiera se pueden expresar con palabras.
Pertenecientes a sectores profesionales de lo más diverso, desde bomberos a policías, pasando por miembros de organizaciones no gubernamentales, sanitarios o religiosos, dan lo mejor de sí mismos regalando a los demás parte de su tiempo y de sus conocimientos. Son esos conciudadanos y conciudadanas que, sin saberlo, nos cruzamos a diario y de los que debemos sentirnos orgullosos y agradecidos. Porque, siendo verdad que el destino juega sus cartas y que nunca sabemos qué nos depara, no es menos cierto que la unión hace la fuerza y que ingredientes como la solidaridad, la generosidad, la compasión, la empatía y el mutuo apoyo nos sirven para elaborar una medicina óptima para el cuerpo y para el alma.
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