Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 14 de marzo de 2014
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 14 de marzo de 2014
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 14 de marzo de 2014
La atroz crisis que nos
está tocando vivir presenta multitud de rostros y el retorno al hogar paterno
después de un divorcio o separación es uno de ellos. Es cada vez mayor el
número de hombres y mujeres que vuelven a casa de sus padres tras una ruptura
sentimental. El popular “Síndrome del nido vacío” se ha transformado, pues, en
el “Síndrome del nido lleno”, si también le añadimos el retraso en la edad de emancipación
de los hijos más jóvenes.
Centrándonos en el primer
caso, el regreso a la casa familiar después de una relación fallida provoca un
trastorno adaptativo en todos y cada uno de los miembros afectados. Esta
situación, normalmente sobrevenida a causa de los problemas económicos, suele
resultar muy complicada a causa del choque de modos de vida distintos y, a
veces, hasta antagónicos de los protagonistas de la misma. Adaptarse a una
serie de normas ya olvidadas, respetar unos horarios que no se comparten o ser
objeto de preguntas incómodas no agrada a ninguna persona que, además, se halle
inmersa en un doloroso proceso afectivo.
En el caso concreto de
los hombres, la salida obligatoria del domicilio común, unida al
correspondiente pago de pensiones de alimentos, en ocasiones deja sus ingresos
tan reducidos que les es imposible afrontar una existencia independiente. Por
lo que se refiere a las mujeres, si su ex compañero no cumple con los abonos
pertinentes y su situación laboral es precaria o, incluso, inexistente, se ven
obligadas igualmente a recurrir a la ayuda de padres y hermanos. Idéntica tesitura
se produce si, por desgracia, son víctimas de malos tratos y, una vez atribuida
la guarda y custodia de sus hijos, tienen que dejar atrás su casa junto a ellos.
En mi opinión, la opción
de poder contar con el apoyo de los suyos cuando un recién separado atraviesa
una profunda crisis personal es una verdadera suerte. Pero no es menos cierto
que la realidad a la que va a enfrentarse en el presente nada tiene que ver con
la que vivió en el pasado. Y lo mismo va a ocurrir con sus seres queridos. Los
progenitores intentarán desempeñar otra vez dicho rol y es más que probable que
pequen de sobreprotección, dolidos por ver sufrir a su hijo o hija y temerosos
de que la historia se repita. Pero también su propia independencia –tan
necesaria en la tercera edad- puede correr peligro, máxime si a aquél le
acompañan unos nietos que deje habitualmente a su cuidado. El resto de hermanos
que aún residen en la casa familiar tal vez encajen el cambio de escenario con
reticencias. Y los menores que se trasladen a vivir definitivamente con sus
abuelos quizá se vean negativamente afectados al alejarse de sus habituales
espacios de referencia, aunque tal sensación de desarraigo no sea tan aguda
para aquéllos que sólo acuden a la vivienda los fines de semana.
Mención aparte merecen quienes
deciden afrontar esta nueva etapa vital con el afán de recuperar el tiempo
perdido, ansiosos por reproducir las costumbres de la soltería y reacios a
asumir la responsabilidad que conlleva volver a vivir bajo el techo paterno.
Creo firmemente que, como
en tantos otros conflictos de diversa naturaleza, la solución más viable nace
de una sabia mezcla entre tiempo, paciencia y respeto. Así, un plazo razonable
de adaptación puede rondar los seis meses, período en el que ni padres ni madres
deberían hacer reproches a sus hijos y en el que éstos tendrían que
agradecerles sinceramente el apoyo que les brindan.
Ya para concluir, conviene
no olvidar que estas fases son transitorias y que lo deseable es que, más
pronto que tarde, los afectados puedan rehacer sus vidas de forma independiente
y autónoma.
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