Un
año más se ha dado carpetazo al Carnaval chicharrero y un año más me sumerjo en
sendas e idénticas reflexiones.
La
primera es que, en cuanto el séptimo mes asoma en el calendario, me enfrento
invariablemente a la misma pregunta, formulada por amigos y vecinos: ¿Este año
tampoco vas a los Sanfermines? Y de mi boca brota la misma respuesta: no, las
fiestas que yo conocí pasaron a mejor vida hace décadas para nunca más volver. Sólo
yo sé hasta qué punto me llena de tristeza reconocer que la Pamplona que me vio
nacer sufre una lamentable mutación entre los días 6 y 14 de julio, nueve
jornadas en las que los excesos derivados de sus fiestas patronales la
convierten en un enclave cuyos habitantes aparecen a los ojos del mundo entero
como unos beodos crónicos.
Sería
muy injusto por mi parte afirmar que no existen salvedades a estos comportamientos
tan degradantes y que no sea posible disfrutar también de actividades lúdicas,
culturales y religiosas alejadas del etilismo y el desmadre mayoritarios. Pero,
por desgracia, no son más que eso, meras excepciones alejadas a años luz de la
regla general y limitadas a un sector de la población que, o está integrado por
niños pequeños, o ronda casi la tercera edad. El
bueno de San Fermín -como pasa con tantos y tantos santos y vírgenes que
ejercen su patronazgo en la inmensa mayoría de nuestros pueblos y ciudades- no es más que una burda excusa para justificar
ese descontrol que se inicia con el lanzamiento del chupinazo y concluye con el
“Pobre de mí”. Atraídos por el incívico reclamo de un “todo vale” ganado a
pulso, las hordas de visitantes toman las calles pamplonesas dispuestas a
divertirse al máximo y a olvidar sus problemas cotidianos a lo largo de una
semana ininterrumpida.
Hasta ahí, perfecto, si no fuera porque, de un tiempo a
esta parte, parece imposible que las masas lo pasen bien si no pierden el
control de sus actos, naturalmente con la inestimable colaboración del alcohol
y del resto de drogas que proliferan en el mercado. Como consecuencia de esta
realidad -tan triste como recurrente- los sujetos se animalizan y pierden toda
capacidad de pensar en nada que
trascienda a su egoísta concepto de la diversión, en el que, obviamente, la
solidaridad no encuentra hueco. Es inútil apelar al respeto por el descanso de
los chiquillos, o por el bienestar de los ancianos, o por las necesidades de
los enfermos. Ahora no, ahora lo que toca es destrozar el mobiliario urbano,
esparcir la basura, orinar por las esquinas y aparearse por los rincones,
aunque sea a plena luz del día. Y mucho ojo con afear las conductas ajenas
porque, en el mejor de los casos, te acusan de rancio y, en el peor, te mandan
a Urgencias con un botellazo en la frente.
La
segunda es que, capital navarra al margen, comportamientos similares se
reproducen en el extenso abanico de nuestras romerías y fiestas populares, desde
los Carnavales a las Fallas, desde la Feria de Abril al Pilar. En este sentido,
basta con recalar en cualquier medio de comunicación para atragantarse con
noticias trufadas de agresiones, robos, venta de alcohol a menores, comas
etílicos, sobredosis de sustancias o sexo explícito en la calle. No me tengo por ninguna aguafiestas por considerar que es imprescindible y urgente decir
alto y claro que estas conductas son rechazables desde todos los puntos de
vista y que deben ser denunciadas y, en la medida de lo posible, evitadas en futuros
festejos. No es de recibo que el resto de la ciudadanía tenga que exponerse a
situaciones de riesgo, haya de sufrir ofensas hacia sus creencias y sentimientos
más íntimos o esté obligada a presenciar escenas denigrantes que nada tienen
que ver con un ocio digno.
La verdad es que es una pena. Hace años que sólo disfrutábamos de los dos o tres primeros días de fiestas, que eran los mejores para huir después como alma que lleva el diablo a cualquier lugar donde pasar unos días tranquilos al sol. Ahora con el peque estamos descubriendo la cara más infantil de los San Fermines, las mañanas de procesión, gigantes y cabezudos...Unas fiestas diferentes.
ResponderEliminarBesos mil.
Sin duda, la Procesión es el acto central de las fiestas y el que más emociones despierta en quienes tienen la suerte de disfrutar de ella. La jota a San Fermín en la Plaza del Consejo es digna de oír. Lástima que muchas personas, pamplonesas o no, desconozcan algunos aspectos de la fiesta que la hacen verdaderamente inigualable.
ResponderEliminarUn beso y feliz semana.
MYRIAM