Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 9 de enero de 2015
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 10 de enero de 2015
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 10 de enero de 2015
Comparto
plenamente el espíritu de ese refrán que reza que “el que acierta en el casar,
no tiene más que acertar” ya que, por desgracia, he sido testigo de las
suficientes rupturas de pareja como para conocer de primera mano el dolor que
llevan aparejado. Asimismo, estoy acostumbrada a oír que el amor no entiende de
edades y creo firmemente que tal afirmación es muy cierta. Pero, por la misma
regla de tres, tampoco el desamor es un sentimiento exclusivo de la juventud y,
por lo tanto, las personas maduras no están exentas de padecerlo.
Abundando
en la cuestión, en estos últimos años se ha puesto de manifiesto un fenómeno
imparable, que no es otro que el aumento de procesos de divorcio en parejas de
más de sesenta años de edad. Los números ofrecidos por el Instituto Nacional de
Estadística así lo avalan, indicando que aproximadamente un 37% de las
separaciones matrimoniales en España se producen en el seno de matrimonios con
más de veinte años de vida en común. En la actual década, las rupturas tardías
en nuestro país se han multiplicado por cinco y no somos un caso único en el
mundo. Se trata de una epidemia global. Detrás de tales estadísticas subyacen
infinidad de fenómenos convergentes, desde el aumento de la longevidad hasta la
anhelada liberación de la mujer, pasando por la obsesión por la realización
personal. La separación tardía ya no se considera un fracaso sino una atractiva
alternativa vital. Así, afirman los expertos que la frontera de los sesenta y
cinco resulta letal para los cónyuges peor avenidos y que, tras una existencia
de ajetreo profesional, se ven condenados a pasar el día juntos, como
consecuencia del cese de la actividad laboral.
Por regla
general, los motivos que les animan a tomar una decisión tan trascendental no
difieren de los habituales, es decir, la monotonía, la falta de proyectos en
común y las continuas discusiones. A ellos se añade de forma preeminente la ya
citada jubilación, que suele incidir muy negativamente en el desarrollo de la
relación, habida cuenta que coincide con el momento en el que los hijos se
independizan, viéndose abocados esos padres a una convivencia doméstica mucho
más intensa y, en consecuencia, altamente insatisfactoria. Hasta entonces, los
problemas conyugales permanecían ocultos entre las rutinas diarias pero el
sobrevenido punto y final del trabajo abre la veda de los roces y las tensiones
entre dos seres acostumbrados a compartir únicamente, y en el mejor de los
casos, las comidas y las cenas. Sin embargo, en la actualidad, a las personas
pertenecientes a esta franja de edad les sobran fuerzas para reflexionar sobre
el modo en que quieren afrontar su destino y muchas de ellas se deciden a
probar. De hecho,
en Estados Unidos se habla desde hace algún tiempo de tres enlaces (uno en la
juventud, otro en la madurez y un
tercero en la senectud) como tendencia de futuro.
Así que, con independencia de que no existan rupturas fáciles, cada vez es más frecuente que los implicados se planteen la posibilidad de no seguir desperdiciando su tiempo y decidan emprender en solitario una nueva andadura. Siempre surgen dudas acerca de cómo afrontar la soledad, asumir la incomprensión ajena, abordar un cambio de residencia o, incluso, modificar los recursos económicos. Pero, si la decisión es firme, estos condicionantes no deben suponer un freno para su puesta en marcha. Nada hay más lejos de mi intención que promocionar una separación o un divorcio pero no puedo dejar de considerar que, en muchas ocasiones, todo el mundo merece, como mínimo, una segunda oportunidad. Por lo tanto, resignarse a mantener un matrimonio fallido no parece la opción más deseable, máxime cuando aún queda tanto por vivir.
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