Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 17 de noviembre de 2017
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 19 de noviembre de 2017
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 19 de noviembre de 2017
Reconozco que soy poco amiga
de los avances informáticos, aunque admito simultáneamente que estoy cometiendo
un grave error instalándome en la nostalgia de un pasado de cartas manuscritas
y de romances de carne y hueso. Internet me produce cierta prevención y, por
qué no decirlo, bastante desasosiego, fruto sin duda de una vena provinciana de
la que ni puedo ni quiero desprenderme. La certeza de un Gran Hermano que
controla nuestros pasos y mediatiza nuestra intimidad me causa verdadero
terror.
Debe ser por eso que, incauta de mí, he renegado hasta la fecha de
cualesquiera redes sociales a las que me invitan a pertenecer, persuadida de
que con esta actitud pueril evito que trascienda hasta la marca del perfume que
aroma mi cuerpo. Ese día llegará pronto, pero antes necesito preparar mis
neuronas y ahormar mi tendencia a la introspección para dar el salto definitivo
a la modernidad tecnológica.
Mi máxima cota alcanzada se
reduce a un humilde blog y a una triste dirección de correo electrónico que,
salvo honrosas excepciones, sirve de vertedero a multitud de archivos
prescindibles que me envían, animados por su mejor fe, amigos y conocidos. Con
frecuencia, y en función del remitente, los borro sin abrir, respaldada por la
convicción de que su contenido no va a ser de mi agrado. Algunos son tan
empalagosos que me sitúan al borde del coma diabético. Otros, los supuestamente
graciosos, provocan en mi sentido del humor el mismo efecto que una posible
fusión entre el índice Nasdaq y el Ibex 35.
Los que más me incomodan son aquellos que pretenden
hacerme un gran favor, bien avisándome de la fecha del fin del mundo, bien
ilustrándome sobre los últimos avances en materia de estafas, bien mostrándome
los innumerables perjuicios de las dietas disociadas, por no hablar de los que
me amenazan con toda suerte de desgracias si oso romper la cadena de la que
forman parte y que, dicho sea de paso, me apresuro a hacer añicos sin piedad.
Pero a veces, como una flor solitaria en medio del páramo, descubro algún
e-mail que obra el milagro de despertar mi curiosidad.
En su momento recibí uno
con el llamativo título “El machismo en la Lengua Española” y, amante como soy
de las letras puras, decidí perdonarle la vida. Al abrirlo, desfiló por la
pantalla de mi ordenador un ejército de palabras que, utilizadas en su género
masculino, rebosaban corrección y dignidad pero que, al feminizarlas, mutaban
sus significados para desembocar en un club de carretera.
Procedan a vestir de
mujer a zorro, perro, aventurero, callejero y hombrezuelo e inmediatamente
comprenderán de qué estoy hablando. Podríamos seguir con la versión femenina de
hombre público (como sinónimo de personaje prominente), o de hombre de la vida (en
equivalencia a varón que posee gran experiencia), en contraposición a mujer
pública y a mujer de la vida que, como habrán adivinado sin dificultad, se
añaden al masificado burdel de las líneas precedentes. Queda más que demostrado
que nuestra magnífica lengua común no adolece precisamente de denominaciones
que hagan referencia al oficio más antiguo del mundo.
En este punto recuerdo
también el caso de una academia madrileña que, años ha, decidió impartir cursos
sobre prostitución de lujo. Setecientos euros eran suficientes para convertir a
una señora con apuros económicos en una meretriz de alto standing (desde luego,
menos cansado y más rentable que limpiar a domicilio es, y eso sin olvidar el
aprendizaje de conocimientos utilísimos sobre cómo desinhibirse en el sexo
grupal, hacer felaciones con elegancia o aprender modernas técnicas de strip-tease...).
Con el fin de ampliar el vocabulario y favorecer la comunicación
verbal de tan aplicadas alumnas, hubiera sido también buena idea incluir en el temario
el citado texto de “El machismo en la Lengua Española”. Así, cuando sus clientes
se dirigieran a ellas de mil maneras distintas, se darían por aludidas de
inmediato y sin temor a equivocarse. Ventajas de saber idiomas.
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