Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 16 de marzo de 2018
La institución familiar ha experimentado profundas variaciones en los
últimos tiempos, adaptándose a los novedosos escenarios de una época muy cambiante
desde el punto de vista social. El arquetipo tradicional por excelencia (padre,
madre, hijos, tíos, abuelos…) ha dado paso a otros modelos con características
propias, entre ellos la monoparentalidad, las uniones de hecho, la
homoparentalidad o las familias reconstituidas después de un divorcio.
En este último caso, a un gran porcentaje de sus implicados les cuesta un
sobreesfuerzo asumir unos cambios que exigen una notable capacidad para
gestionar tales relaciones personales sobrevenidas. Pequeños y grandes habrán,
pues, de convivir a diferentes edades, con distintos progenitores y siguiendo
pautas educativas, en ocasiones, contradictorias. Por ello, aunque después de un fracaso sentimental, son muchas las
personas que deciden rehacer su vida, otras tantas -especialmente cuando
existen hijos fruto de esa primera relación- se muestran reacias a dar el paso
de volverse a casar o intentar otra convivencia.
No cabe duda de que la
existencia de un enlace previo condiciona a sus protagonistas. El temor a
repetir los errores del pasado se hace presente en los intentos posteriores,
pero ello no obsta para que una predisposición positiva sirva para superar los inconvenientes
iniciales. Lo cierto es que, cuando uno o los dos miembros aportan sus propios
hijos al grupo, se plantea la dificultad añadida de no poder centrar la
exclusividad afectiva en el cónyuge o asimilado. También tendrán que esforzarse
en entablar una relación sana, sólida y afectuosa con sus descendientes,
alejada de los celos y la competitividad.
En honor a la verdad, es
bastante habitual que los inicios de estos procesos sean difíciles y que, en
ocasiones, un obstáculo que no se haya podido eludir desemboque en el punto
final para la segunda oportunidad amorosa. Por lo tanto, resulta fundamental echar
mano del tacto y la inteligencia para que
ese doble compromiso triunfe. No hay que olvidar que la ruptura de una pareja conlleva,
por regla general, un período traumático para los más pequeños, que a menudo
conservan la esperanza de la reconciliación de sus progenitores y no se
resignan a la entrada en escena de un tercero al que consideran el rival a
batir.
Por esa razón, algunos
expertos en la materia aconsejan que los menores no sean incluidos en el nuevo
organigrama afectivo ni demasiado pronto ni excesivamente tarde. Se habla del
segundo año a partir de la crisis como fecha más recomendable, con el fin de no
superponer ambas tareas, la de superar el duelo y la de formar una nueva
familia. Asimismo, la reacción de los jóvenes varía en función de su edad. El
tramo más complicado oscila entre los diez y los dieciséis años. Tanto antes
como después, los procesos resultan más sencillos. Los menores de cinco años
tienden a auto inculparse, mientras que cuando rondan los doce temen ser menos
queridos o, incluso, olvidados y, si ya son adolescentes, reaccionan o bien
madurando prematuramente o bien mostrando un rechazo absoluto. Así pues, lo más
conveniente es darles el tiempo suficiente para que acepten a esa figura recién
llegada a su entorno. Forzarles a una aceptación prematura sería contraproducente.
En definitiva, nos
enfrentamos a unas expectativas a medio plazo que únicamente se harán efectivas
paso a paso, transitando por el lento pero seguro camino de la comprensión y el
respeto mutuo. A este respecto, comparto la visión de las familias
actuales como puzzles compuestos por piezas maravillosas, cada una con sus
sentimientos y emociones, sus necesidades y aspiraciones que, de pronto, se
vincularán con diferente intensidad a otras piezas ya existentes. La clave
consiste en pensar de forma altruista y generosa, ayudando a armonizar esas
fichas que, de entrada, quizá no encajan. Solo así será posible evitar el
riesgo de una nueva fractura familiar. Una apuesta que, sobre todo si hay
niños, vale la pena realizar.
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