viernes, 11 de mayo de 2018

LIBRES DE SER ESCLAVOS



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 11 de mayo de 2018

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 12 de mayo de 2018



Confieso que el pasado domingo 6 de mayo me sentí gratamente sorprendida al enterarme de que se celebraba el Día Internacional Sin Dietas, una conmemoración que yo desconocía por completo. Por lo visto, se trata de una jornada dedicada a la aceptación del cuerpo humano en todas sus formas, así como a la alerta sobre los peligros de algunos regímenes dietéticos exagerados. Y es que, por desgracia, el verano volverá a colocarnos en pocas semanas a sus puertas y las obsesiones de la mayor parte de la población femenina, lejos de disminuir, aumentarán con él a pasos agigantados. 

Para no variar, los desvelos de más de la mitad de la ciudadanía  -si bien existen cada vez más hombres dispuestos a imitar idénticas penalidades estivales- se centrarán fundamentalmente en dos aspectos: la dieta y el bronceado. Mientras playas y piscinas sigan siendo territorios de exhibición, numerosas féminas continuarán tropezando con la misma piedra de conseguir un cuerpo esbelto y tostado.

La esclavitud del ayuno es un caballo de batalla que comienza a trotar alrededor de este florido mes de mayo, que es cuando mujeres de toda edad y condición visualizan con horror ese inevitable momento en el que habrán de despojarse de sus atuendos primaverales, al menos si pretenden lucir los correspondientes bañadores, trikinis, bikinis o asimilados. Sirva un pequeño toque de ironía para indicar que el drama está servido en forma de michelines que, día sí, día también, advierten de que la única opción para menguarlos viene a ser un sellado bucal, dejando un exiguo orificio para introducir apenas una caña. 

Puro líquido y, a lo sumo, en un alarde de osadía, alguna ensaladita sin aceite ni sal que deje el cuerpo más frío que un pingüinario y el alma más triste que un ciprés -porque las dietas son como aquellas películas clasificadas S que proliferaron en la década de los setenta: ves una y has visto todas-. Normalmente se inician sin supervisión médica, siguiendo el tradicional sistema del boca-oreja tan del gusto de estas latitudes. 

“El otro día me crucé por la calle con Fulanita y me dijo que, si tomo la sopa quemagrasa, puedo perder hasta un kilo diario. Ella lo ha hecho y, desde luego, parece otra”. No cabe duda. Seguro que ha rebajado una talla de pantalón pero, en compensación, ha aumentado dos de mala leche. Qué quieren que les diga. De todos es sabido que, para mí, un mundo sin bocadillos de chorizo es una estafa. Me parece estupendo cuidar el aspecto físico e intentar dar la mejor imagen de una misma pero, de ahí a renunciar al placer de la gastronomía y a poner en riesgo la salud mental, va un abismo que, personalmente, no estoy dispuesta a atravesar.

La misma reflexión me asalta cuando observo a tantas personas arriesgando el pellejo -y nunca mejor dicho- en hamacas, toallas y esterillas varias. Es obvio que las campañas informativas sobre los peligros de la exposición solar desmesurada no hacen mella alguna entre los incontables amantes del astro rey, por mucho que los dermatólogos lleven lustros alertando sobre el aumento de los índices de melanoma sin lograr alterar en lo más mínimo esa discutible apreciación de asociar el moreno con la belleza. 

“El otro día me crucé por la calle con Menganita y me dijo que, con apenas cinco sesiones de rayos UVA, puedo alcanzar un tono lo suficientemente dorado como para no hacer el ridículo en mi primer chapuzón. Ella lo ha hecho y, desde luego, parece otra”. Tampoco lo dudo. Seguro que su grado de torrefacción podrá competir con el de la ex directora gerente del Fondo Monetario Internacional pero, en compensación, será una firme candidata a la dermis más ajada del milenio. Qué quieren que les diga. De todos es sabido que, para mí, lo mejor del sol es la sombra. Ahora bien, cada cual es muy libre de ser esclavo. Y lo digo sin ironía.

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