Artículo publicado en El Día el 2 de octubre de 2020
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 3 de octubre de 2020
Un servidora, parte del pueblo llano, de la vulgar plebe, sierva de la gleba y sufrida víctima de unas crisis provocadas por otros que no tienen visos de pagar por ello, procuro aprovechar cualquier ocasión para sumergirme en universos alternativos en los que olvidarme, al menos momentáneamente, de este linaje que nos ha colocado en un estremecedor punto de difícil retorno. Una reunión en buena compañía suele alzarse como mi más gratificante actividad para ser capaz de digerir determinadas noticias que, por escandalosas, a veces me veo obligada a trasegar desde la ironía pura y dura, como mero método de supervivencia. De lo contrario, las probabilidades de sufrir un ataque de ansiedad o de mala leche se me dispararían hora a hora y minuto a minuto. Motivos, desde luego, no me faltan.
Entre la infinita sarta de despropósitos que estamos abocados a padecer de un tiempo a esta parte, me ha parecido particularmente bochornoso el perpetrado por el edil de Innovación del Ayuntamiento de Valencia, de nombre Carlos Galiana quien, escondido tras la inevitable mascarilla, simuló hablar en perfecto inglés mientras su discurso era doblado por otra persona. Si todavía no han visto su encendida defensa de la candidatura de la capital del Turia en el idioma de Shakespeare corran a hacerlo. Les garantizo que no se arrepentirán.
Rodrigo Rato, de nuevo en la palestra, ya advirtió años ha de que los cargos públicos españoles estaban muy mal pagados y, con semejantes retribuciones tan poco apetitosas, resultaba harto complicado para los partidos reclutar mentes privilegiadas dispuestas a inmolarse por servir a la ciudadanía. Debe ser por eso, pienso yo, que los estadounidenses que aspiran a llegar a la Casa Blanca y a las más altas instancias de la Administración norteamericana acostumbran a estar forrados de antemano, con el fin de que sus saneadas cuentas corrientes neutralicen las ansias mangantes que devoran a sus colegas de la Europa meridional.
Tampoco se quedan atrás algunos mandamases cuando nos regalan otra visión del asunto, al afirmar que “hay gente que con esfuerzo e inteligencia natural es capaz de darle tres o cuatro vueltas a otro que ha estudiado dos o tres carreras universitarias”, o que “con dieciocho años se puede ser concejal. No hace falta tener estudios. Basta con ser una persona lógica y trabajadora.” A esta revolucionaria teoría se le conoce popularmente como Universidad de la Vida que, a las pruebas me remito, se torna al parecer incompatible con la opción que yo considero más deseable: contar con una formación académica sólida y, además, tener dos dedos de frente y una conciencia a prueba de tentaciones.
Más allá de la tristeza que me produce comprobar su indigencia intelectual, lo verdaderamente imperdonable es que existan en todo el espectro ideológico individuos que, sirviéndose de la ambigüedad y las falsas verdades, se dediquen a engordar sus exiguos currículos para embaucar a quienes deberían gobernar con respeto, rigor y profesionalidad.
Los hay de derechas y de izquierdas, mujeres y hombres, jóvenes y ancianos y, por regla general, les une un concepto de la Política asociado al trinque al por mayor y a la perpetuación en la poltrona. Basta con escucharles durante un par de minutos para detectar sin margen de error su pobreza discursiva en el fondo y en la forma.
La fórmula que emplean de cara a la galería es un alarde de imprecisión y elasticidad denominado “tener estudios en”, como aquel Secretario de Estado de la Seguridad Social que, pese a llevar tres lustros haciéndose pasar por médico, jamás se licenció en la carrera de referencia, pequeño detalle que obvió a la hora de cumplimentar su hoja de servicios al intelecto. Descubierto el pillaje, el flamante alto cargo se apresuró a aclarar que él nunca afirmó que fuera galeno, sino que poseía “estudios en Medicina”. Y, acto seguido, se volvió a su despacho, lo mismito que el concejal ché. Así nos va.