Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 21 de octubre de 2012
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 21 de octubre de 2012
Los sufridos televidentes
patrios llevamos demasiados años padeciendo un estilo de hacer televisión
sustentado en un triángulo equilátero cuyos tres lados son el sexo, la
violencia y la ordinariez. La enésima muestra de esta plaga es la versión
española de un infraproducto de la MTV titulado “Jersey Shore” que ha hallado su ubicación hispana en la
localidad valenciana de Gandía. Los promotores de este tipo de programas
recurren a la citada terna para congregar al mayor número posible de
espectadores frente a la caja tonta porque, según ellos, encaja en el gusto
mayoritario de la audiencia. El hecho cierto es que los magnates de las cadenas
más poderosas se aplican en obtener rentabilidad económica del sufrimiento
ajeno, propiciando la exhibición de las intimidades de los afectados -a menudo
con el incomprensible consentimiento de éstos, ya sea por hacer caja, ya sea
por mero afán de notoriedad-. Lo que subyace en el fondo de estas prácticas es
un continuo desprecio por derechos tan fundamentales como el honor, la
intimidad y la imagen, y todo ello en nombre de una mejorable libertad de
expresión que no pasa de ser una puerta abierta al amarillismo más vomitivo y a
la incultura al por mayor.
El problema resulta
aún más sangrante cuando son las televisiones públicas las encargadas de
suministrar estas bazofias, habida cuenta que están obligadas legal y
moralmente a mejorar el nivel informativo y cultural de los ciudadanos con
cuyos impuestos se financian. Pero todo vale para hacer efectiva la teoría del
“pan y circo” que neutralice los dramas del paro y la recesión, desde
retransmitir en directo los avances de la investigación de un crimen
paternofilial hasta entrevistar a una estrella del porno en horario infantil.
Por desgracia, la telebasura se encuentra hoy más que nunca en un momento
ascendente de su ciclo vital. Hacer un barrido con el mando a distancia se ha
convertido en un deporte de alto riesgo, con independencia del canal, el día o
la hora elegidos. Salvo honrosas excepciones, la oferta de contenidos que
agrede nuestra vista y nuestro oído oscila entre el vertedero y la cloaca.
A veces, se traduce
en concursos deprimentes cuyos participantes son capaces de traicionar a
familiares y amigos con tal de ganar el premio de mayor cuantía (“El juego de
tu vida”). Otras veces, se trata de realities bochornosos donde supuestos
representantes de la juventud contemporánea -básicamente, una cuidada selección
de escotadas minifalderas mascando chicle y de vigoréxicos sin estudios llenos
de tatuajes- pretenden emparejarse a base de citas en jacuzzis (“Mujeres y
hombres y viceversa”). Para que no decaiga la fiesta, se les sumarán en breve
nuevas ediciones de otros exitosos engendros en los que una camarilla de
famosos de tercera división se verán abocados a sobrevivir en condiciones
adversas en alguna deshabitada isla tropical infestada de mosquitos y expuesta
al diluvio universal, mientras se dedican a insultarse y lanzarse a la cara sus
miserias, ataviados con unos exiguos taparrabos. Más rechazables resultan aún esos
supuestos periodistas de relumbrón que, hastiados de no ganar la pasta que
merece su elevada preparación intelectual, se han pasado al lado oscuro de la
información, confundiendo periodismo con espectáculo (antes en “La noria”,
ahora en “El gran debate”) y
pretendiendo en vano dotar a su penosa deriva profesional de un prestigio del
que carece.
Ya va siendo hora
de que cada uno de los agentes implicados tome conciencia de su cuota de
responsabilidad, empezando por los Poderes Públicos y siguiendo por las
cadenas, los programadores, los profesionales de los medios, los anunciantes y,
por supuesto, los propios ciudadanos. Es necesario rebelarse contra esa doble
falacia de que nos ofrecen lo que queremos ver y de que el problema se resuelve
cambiando de canal o apagando el televisor. Cuando dispongamos de
entretenimientos dignos y de informaciones contrastadas no tendremos necesidad
de cambio alguno.
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