Artículo publicado en la revista de habla hispana "La Ruptura" el 21 de enero de 2013
Más
de una vez he presenciado a padres y madres pegar a sus hijos. No estoy
hablando de una paliza en sentido estricto sino del tradicional aunque, en mi
opinión, antipedagógico “azote a tiempo”. Nunca he sido partidaria de
justificar la violencia, con independencia de su grado. Considero que hiere de
muerte a la racionalidad que se le presupone al ser humano y que le debe distinguir
del resto de los animales. Distinto es que, en función de las circunstancias
que la originen, pueda sentir una mayor o menor comprensión con quienes la
ejercen, pero siempre rechazando de plano que sea contemplada como una opción educativa.
Es una alternativa que deploro y a la que no otorgo efectividad alguna ni a
medio ni a largo plazo. Sin
embargo, multitud de personas opinan que una torta, una nalgada o un zarandeo son de
gran utilidad y persisten en acudir a ellos en la esfera familiar. Paradójicamente,
en los períodos vacacionales aumentan estas conductas, ya que los niños pasan
más tiempo en compañía de los adultos y ponen a prueba su paciencia.
Convendría
tener en cuenta que lo que para algunos es un límite aceptable de brusquedad,
otros pueden considerarlo excesivo. Además, es más que probable que la intensidad
del gesto aumente a medida que otras acciones previas carezcan de efectividad.
Algunos progenitores, cuando una situación les supera, no saben cómo actuar y recurren
muy a su pesar al cachete. Pero si a nadie le gusta que le aticen, menos
todavía a los chiquillos que, ante la manifiesta pérdida de papeles de sus
cuidadores, se sienten profundamente humillados y dolidos. Estas reacciones tan
disculpadas socialmente no son más que la constatación de un irresponsable
impulso humano susceptible de ser controlado. Se trata de un recurso rechazable
y constituye un modelo pésimo para la corrección del comportamiento y la
resolución de conflictos, además de resultar doloroso para ambas partes, tanto física
como emocionalmente.
La
experiencia dicta que no existe mejor camino hacia una educación eficaz que el
de los buenos ejemplos. En las etapas iniciales del desarrollo, como de verdad
se aprende no es escuchando lo que se debe hacer sino viendo cómo lo hace el responsable
de quien se depende. Por lo tanto, el azote, por suave que sea, transmite el
mensaje erróneo de que los más fuertes imponen su criterio y de que, en consecuencia,
perder el control puede estar justificado en determinadas ocasiones. El hecho
cierto es que educar a un hijo no tiene plazo de caducidad. No concluye cuando
cumple los tres años, ni los seis ni los
catorce, si bien llegará un día en el que ya no podrá ser controlado a base de
levantarle la mano. Debemos entonces reconocer con absoluta sinceridad que los
más pequeños son los destinatarios de este tipo de medidas por la sencilla razón
de que están en inferioridad de condiciones. La prueba más evidente es que a
nadie en su sano juicio se le ocurriría hacer lo mismo con un vecino molesto,
un conductor agresivo o un jefe despótico, en previsión de que éstos le partieran
la cara.
Hay
que tener presente que los menores merecen recibir el mismo trato que
dispensamos a quienes ya no lo son. Ser sus padres no equivale a ser sus dueños
ni otorga carta blanca para descargar sobre ellos unas tensiones del día a día
que ni siquiera han provocado y que, en algunos casos, culminan en procesos de
divorcio. En este sentido, los profesionales de la Psicología afirman que todo
aquel que sufre reacciones violentas por parte de sus padres interioriza la
idea perversa de que tales conductas pueden ser aceptables si se ejercen contra
alguien más débil o si se emplean aduciendo una causa justa, luego no es
descartable que él mismo las reproduzca en su madurez. Tampoco es infrecuente
que el adulto, para justificarse ante sí mismo, pronuncie la famosa coletilla “es por su bien”. Yo me conformo con
que, si no se puede evitar la pérdida de control, al menos se reconozca el
error y no se trate de adornar con florituras vanas.
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