Estoy empezando a descubrir que
el insomnio tiene sus ventajas. Acostumbrada como estaba a acostarme pronto y a
levantarme todavía más pronto, me estaba perdiendo sin yo saberlo todo un
universo de vivencias ajenas. Por lo visto, son millones las personas que
duermen mal. O que, directamente, no duermen. Y algunas deciden confesarse a
través de las ondas radiofónicas, amparadas tras el anonimato, en la oscuridad
de la noche. Cualquier noche. Como la de anoche. Cuando, hecha un ovillo sobre
mí misma, el rostro casi incrustado en la almohada para preservar la discreción
de una pequeña radio, escuché el testimonio de una mujer, su llanto sordo como suave
música de fondo.
Acababan de enterrar al amor de
su vida. Apenas compartió con él tres encuentros fugaces, con intervalos de
cinco años, 1977, 1982, 1987, el último hace dos décadas. Era un extranjero,
colega de profesión, a quien conoció en uno de esos aburridos e inevitables
simposios en los que, con la excusa de presentar el último producto comercial,
los menos se limitan a trabajar y los más se desmelenan lejos del hogar.
Pero, de pronto, sucedió. Apenas
compartieron siete jornadas a lo largo de un cuarto de siglo. No sabían prácticamente nada el uno de la otra. Si estaban casados o solteros, con hijos o sin hijos,
con una economía desahogada o con dificultades para llegar a fin de mes.
La semana pasada coincidió con un
antiguo compañero de trabajo y le preguntó por él. Con disimulo. Casi, con fingido desinterés. Y le confirmó sus sospechas más temidas. El fallecimiento y dónde
estaba enterrado. En diciembre va a visitar su tumba, a llevarle unas flores,
dijo entre sollozos. A quien más amó.
Al cabo, sonaron las señales
horarias que daban paso a las noticias de las dos de la mañana. Una hora menos
en Canarias. Pero yo aún tardaría un buen rato en conciliar el sueño.