Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 21 de septiembre de 2013
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 23 de septiembre de 2013
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 23 de septiembre de 2013
Me
impacta la influencia que el destino ejerce sobre nuestras vidas desde el mismo
momento en el que venimos a este mundo. Así, cuando salgo a la calle, leo la
prensa o veo los telediarios me asombra constatar las desigualdades que
conlleva el hecho de haber nacido en uno u otro país, dentro de un determinado
seno familiar o bajo una concreta tesitura personal. Esta especie de siniestra
lotería resulta aún más hiriente cuando los poseedores de los boletos son
pequeños seres inocentes cuyo futuro queda marcado para siempre en función del
número que les haya tocado en suerte o por desgracia. A veces, basta con cruzar
de avenida para ser testigos de abismales diferencias entre chiquillos. Mientras
unos carecen de opciones para acceder a tres comidas diarias o de recursos para
adquirir los libros y el material escolar, otros alardean del último teléfono
móvil que ha salido al mercado, al tiempo que tiran el bocadillo al contenedor
porque no les gusta lo que hay dentro.
Las
razones por las que fueron alumbrados son tan diversas como las que
determinaron la negativa a otras gestaciones, tan distintas como los rostros de
quienes les engendraron, bien a propósito, bien por accidente. En el caso de
las mujeres, el mosaico lo forman desde las que no poseen instinto maternal a las
que no conciben pasar por este mundo sin vivir la experiencia de la maternidad,
o las que se quedan embarazadas a la primera, o las que llevan años de intentos
frustrados, o las que deciden interrumpir su embarazo, o las que son víctimas
del imperdonable robo de sus criaturas, o las que conforman una familia
numerosa, entre otras. En cuanto a los hombres, están los incapaces de asumir su
paternidad, o los que no saben ejercerla como es debido, o los que quieren a
ese bebé cuyo destino se arroga en exclusiva su progenitora, o los que sólo
admiten hijos biológicos, o los que están dispuestos a entregar todo su amor a niños
que viven en la otra punta del planeta… Sería imposible referir uno a uno
tantos y tantos modelos.
Me
centraré en las circunstancias de Artiom, que lleva sus apenas dos años de
existencia confinado en un orfanato de Vladivostok y que el próximo 2 de octubre tiene que ver
ratificada su adopción por parte de una pareja madrileña que ya le sintió como suyo
desde antes de que sus miradas se cruzaran. Tristemente, a día de hoy les
separa algo más que una distancia de 14.000 kilómetros. Les separa la polémica
decisión de las autoridades rusas de paralizar desde el mes de agosto los
juicios de adopción en países que, como España, admiten el matrimonio
homosexual. Unas 500 familias españolas,
según estimaciones del Ministerio de Sanidad y Servicios Sociales, se han visto
afectadas por una medida que sólo se retirará cuando ambos países firmen un
convenio bilateral que están negociando desde 2009.
Mientras
tanto, los futuros padres viven con angustia un conflicto administrativo que
puede truncar sus ilusiones y los bebés continúan siendo carne de hospicio, tan
vulnerables como esos chiquillos sirios aún expuestos a morir gaseados hasta
que los mandatarios de turno de este planeta deshumanizado, entre conferencias
y cumbres, banquetes y recepciones, se dignen a mover ficha. Cunas montadas,
ropas colgadas en los armarios, peluches adornando las estanterías, silletas a
la espera de dueño y, lo más importante, la posibilidad de que el primer
derecho de todo niño -tener una infancia feliz- pueda hacerse efectivo, están
en el aire por culpa de unas directrices políticas que, lejos de beneficiar a
los ciudadanos, les arruinan el porvenir. Para llorar.
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