Al hilo del fallecimiento de su amigo y también Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, he recordado estos días al escritor peruano Mario Vargas Llosa, que critica en su ensayo “La civilización del
espectáculo” la banalización de las artes, la constante confusión entre valor y
precio, la tiranía de la diversión y la peligrosa tendencia a la igualación por
lo bajo. Alerta igualmente del elevado riesgo de una cultura diseñada para que
sus consumidores tengan la impresión de estar a la vanguardia pero sin
necesidad de acometer el más mínimo esfuerzo intelectual. Esta realidad
encajaría a la perfección con los síntomas de una contagiosa enfermedad
contemporánea: el convencimiento de que el fin último de la existencia humana es
pasárselo bien.
No seré yo quien censure una vigente tabla de
valores cuyo primer puesto lo ocupa el entretenimiento y cuya misión principal
consiste en olvidarse de las preocupaciones cotidianas. Es un modo de vida
perfectamente legítimo y hasta comprensible, luego no parece reprochable que muchos
conciudadanos necesiten escapar de unas existencias sometidas a numerosas
rutinas poco gratas. El verdadero problema se presenta cuando esa propensión
natural al disfrute se convierte en un valor supremo ya que, de ahí a la
generalización de la frivolidad, no hay más que un paso.
Vargas Llosa afirma que uno de los factores
más determinantes para que este fenómeno se produzca ha sido la democratización
de la cultura, exigencia propia de las sociedades liberales y democráticas,
centradas en situar dicha cultura al alcance de todos, despojándola para ello
de esa aura elitista que la asocia a la injusticia y a la desigualdad. Sin
embargo, y como suele suceder en otros ámbitos, una iniciativa a primera vista
tan loable ha conllevado en bastantes ocasiones el efecto indeseado de la
trivialización y la superficialidad de los contenidos, justificadas –según él- en
el discutible propósito de llegar al mayor número de usuarios posible. En otras
palabras, el afán de ganar dinero ha
sacrificado la calidad a costa de la cantidad.
Este criterio ha acarreado consecuencias muy
negativas en el campo del saber, siendo la más grave de todas ellas la
degeneración de la cultura en espectáculo. El caos del “todo vale” y el
destierro de lo históricamente aceptado como arte en aras de otras corrientes
alternativas han roto en gran medida la capacidad crítica de las gentes. Por
ello, el ensayista vaticina con cierto pesimismo que la Cultura con mayúscula tal
vez ya no sea posible en nuestra época y perezca víctima de esa vocación de
nuestro tiempo de formar especialistas que parcelan el conocimiento y lo hacen más
hermético. Que, por mucho que se pretenda neutralizar el peligro del elitismo, finalmente
el remedio sea peor que la enfermedad y tal democratización cultural propicie
su empobrecimiento.
Es innegable que a estas alturas de la
Historia los países supuestamente desarrollados han experimentado notables
avances en todos los órdenes pero también han contribuido a sentar las bases de
una cultura menos sólida, más endeble, sin apenas contenido, sustentada en el
afán recaudatorio de sus promotores y amparada en la pasividad de los gobiernos
de turno. Promotores, por cierto, que, recurriendo al argumento falaz de dar al
pueblo lo que el pueblo pide, han rebajado el listón intelectual y artístico hasta
límites insospechados.
Convencida de que la ignorancia es sinónimo
de esclavitud, creo firmemente que una persona cultivada es una persona más
feliz pero, sobre todo, más libre. Así pues, me pregunto: ¿resulta irremediable
que la democratización de la cultura equivalga a su empobrecimiento? Prefiero
pensar que no. Lo que sí me parece imprescindible es saber diferenciarla del
espectáculo y, sobre todo, abstenerse de valorarla en términos de rentabilidad económica.
¡Uy, qué pesimista veo a Vargas Llosa! ¿no? Yo creo que la Cultura debe estar al alcance de todos, pero bien entendido el concepto de Cultura, como algo inmaterial e imposible de enjaular entre billetes. Pienso que el error es creer que todo lo que "huela" a intelectual (libros, películas, cuadros, etc) lo es únicamente porque alguien famoso (independientemente de cómo haya conseguido su fama) lo diga. Y por supuesto ponerle precio con el fin de enriquecerse a toda costa es otro disparate.
ResponderEliminarNo creo que la solución pase por el elitismo sino que lo suyo sería poner en marcha esa "capacidad crítica" de la que habla Vargas Llosa, que a mi modo de ver no es más que utilizar un poco del que parece ser menos común de todos los sentidos: el sentido común.
Un gran abrazo y gracias por esta reflexión, Myriam.
Besotes navarricos.
Una vez más, compartimos criterio. El acceso a la cultura debe ser general y quedar al margen de manipulaciones política y de intereses económicos. Si alguna batalla merece la pena lucharse es ésta.
ResponderEliminarMás besos
MYRIAM