Cada minuto que pasa, la alarmante situación económica que padecemos
nos ofrece nuevas y peores estadísticas para la tragedia. Ni los presagios más
funestos podían augurar las cifras reales del descalabro que ilustra las
portadas de los periódicos y que da forma a los titulares de los informativos
radiofónicos y televisivos. A excepción de las grandes fortunas –que, una vez
más, aprovecharán esta coyuntura para seguir aumentando sus patrimonios- la maldita
crisis nos engulle a todos en mayor o menor medida y extiende su negra sombra
sobre cada sector de la sociedad, desde los recién nacidos hasta los ancianos
en su recta final.
Esta civilización occidental tan egoísta a la que pertenecemos, a
diferencia de lo que sucede con la oriental, se caracteriza por el maltrato
sistemático que inflige a sus miembros más veteranos. Es bien sabido que, en
este primer mundo supuestamente desarrollado, la juventud y la belleza son unos
ídolos de barro muy venerados y que hacerse viejo constituye el pasaporte
perfecto para la invisibilidad. De nada sirven ni la experiencia acumulada, ni
el tiempo libre (y, por lo tanto, aprovechable) que conlleva la jubilación, ni
su afán por colaborar en las causas más diversas, máxime cuando las personas de
más de sesenta y cinco años en nada se parecen a sus coetáneas de hace apenas
medio siglo.
El hecho cierto es que, en épocas de bonanza, nos habíamos
acostumbrado a prescindir de esos millones de conciudadanos que, amén de ser
nuestros padres y abuelos, habían propiciado que sus descendientes viviéramos
magníficamente gracias a su pasado de esfuerzo y privaciones. Mientras tanto,
como signo inequívoco de ingratitud, un porcentaje considerable de ellos
desperdiciaba sus últimas primaveras dando de comer a las palomas u observando
las evoluciones de los obreros en lo alto del andamio.
Pero la vida, a menudo con retraso y siempre con intereses de demora,
tiene la sana costumbre de cobrarse sus deudas y, ahora que el famoso Estado
del Bienestar comienza a resquebrajarse, sus víctimas entornamos los ojos en
busca de ayuda. Curiosamente, quienes antes resultaban improductivos y hasta
molestos, aquellos que, a buen seguro, acabarían sus días en un geriátrico por
no encajar en nuestro frenético ritmo de trabajo ni en nuestros planes de ocio
vacacional, son los que ahora nos lanzan el chaleco salvavidas en forma de
pensión de jubilación. Muchos de ellos llevaban lustros haciéndose cargo de los
nietos para que sus padres y madres pudieran aspirar a una utópica conciliación
familiar y laboral que, al menos para las mujeres, ha resultado ser una estafa
de proporciones descomunales. Pero, a partir de este momento, la gran novedad
estribará en que también tendrán que acostumbrarse a multiplicar el contenido
del carro de la compra, amparados en el famoso refrán de que “donde comen dos,
comen tres” (o seis).
Este fenómeno migratorio de nuevo cuño que protagonizan quienes
retornan al hogar paterno por culpa del paro y de la reducción de ingresos
aumenta a pasos agigantados y va a modificar en profundidad el tejido social
que nos sustentaba hasta la fecha. De hecho, las listas de espera para acceder
a las residencias de la tercera edad se han reducido drásticamente y el
abandono de ancianos en las urgencias de los hospitales está dejando de ser una
conducta excepcional. No hay dinero. Así de sencillo. Por lo tanto, qué menos
que auto exigirnos el agradecimiento sin paliativos a esta contribución social
de la Tercera Edad y el reconocimiento a su experiencia de vida.
Cuánta razón tienes, Myr. Se rompe el corazón viendo cómo muchas personas descuidan a quienes les dieron la vida, con grandes sacrificios les dieron un futuro y ahora, que ya "no sirven", son desplazados como un trasto viejo. Qué triste!
ResponderEliminarBesicos forales.
Rose.
Desde luego. Una sociedad que no respeta, valora y aprende de sus mayores es una sociedad instalada en el error y en la ingratitud.
ResponderEliminarUna vez más, gracias por compartir mis reflexiones y ser su altavoz en tus redes sociales.
Besos soleados desde mi isla de adopción.