Reconozco que soy poco
amiga de los avances informáticos, aunque admito simultáneamente que estoy cometiendo
un grave error instalándome en la nostalgia de un pasado de cartas manuscritas
y de romances de carne y hueso. Internet me produce cierta prevención y, por
qué no decirlo, bastante desasosiego, fruto sin duda de una vena provinciana de
la que ni puedo ni quiero desprenderme. La certeza de un Gran Hermano que
controla nuestros pasos y mediatiza nuestra intimidad me causa verdadero
terror. Debe ser por eso que, incauta de mí, he renegado hasta la fecha de
cualesquiera redes sociales a las que me invitan a pertenecer, persuadida de
que con esta actitud pueril evito que trascienda hasta la marca de perfume que
aroma mi cuerpo. Ese día llegará pero antes necesito preparar mis neuronas y ahormar
mi tendencia a la introspección para dar el salto definitivo a la modernidad
tecnológica.
Mi máxima cota
alcanzada se reduce a una triste dirección de correo electrónico que, salvo
honrosas excepciones, sirve de vertedero a multitud de archivos prescindibles
que me envían, animados por su mejor fe, amigos y conocidos. Con frecuencia, y
en función del remitente, los borro sin abrir, respaldada por la convicción de
que su contenido no va a ser de mi agrado. Algunos son tan empalagosos que me sitúan
al borde del coma diabético. Otros, los supuestamente graciosos, provocan en mi
sentido del humor el mismo efecto que una posible fusión entre el índice Nasdaq
y el Ibex 35. Los que más me incomodan
son aquellos que pretenden hacerme un gran favor, bien avisándome de la fecha del
fin del mundo, bien ilustrándome sobre los últimos avances en materia de estafas,
bien mostrándome los innumerables perjuicios de las dietas disociadas, por no
hablar de los que me amenazan con toda suerte de desgracias si oso romper la
cadena de la que forman parte y que, dicho sea de paso, me apresuro a hacer
añicos sin piedad. Pero a veces, como una flor solitaria en medio del páramo,
descubro algún e-mail que obra el milagro de despertar mi curiosidad.
En su día recibí
uno con el llamativo título “El machismo de la Lengua Española” y, amante como
soy de las letras puras, decidí perdonarle la vida. Al abrirlo, desfiló por la
pantalla de mi ordenador un ejército de palabras que, utilizadas en su género
masculino, rebosaban corrección y dignidad pero que, al feminizarlas, mutaban
sus significados para desembocar en un club de carretera. Procedan a vestir de
mujer a zorro, perro, aventurero, callejero y hombrezuelo e inmediatamente
comprenderán de qué estoy hablando. Podríamos seguir con la versión femenina de
hombre público (como sinónimo de personaje prominente) o de hombre de la vida (en
equivalencia a varón que posee gran experiencia), en contraposición a mujer
pública y a mujer de la vida que, como habrán adivinado sin dificultad, se
añaden al masificado burdel de las líneas precedentes.
En conclusión, que queda más que demostrado
que nuestra, por otra parte, magnífica lengua común no adolece precisamente de
denominaciones que hagan referencia al oficio más antiguo del mundo. Va a tener razón la niña del gráfico adjunto: educar en la igualdad sigue requiriéndonos un sobreesfuerzo impropio de una sociedad moderna.
Me parto Myr, no por que el tema sea jocoso, sino por el humor con que lo cuentas, pero qué razón tienes!
ResponderEliminarBesicos desde el norte de la península.
Rose
Me alegra que te hayas reído con mis reflexiones. De sobra conoces mi vena gamberra.
ResponderEliminarMenos mal que el humor jamás me abandona. Es mi mejor antídoto contra el dolor y la mediocridad.
Carcajadas, risas y sonrisas atlánticas acompañan hoy a mi beso, amiga.
MYRIAM