Basta
con darse una vuelta por la calle para comprobar que las barreras cronológicas
tradicionales han pasado a mejor vida y que, mientras los niños de ahora se
hacen mayores antes de tiempo, los adultos se niegan a aceptar con lógica el
tránsito a la madurez. En esta tesitura, no está de más recordar que en España
se es menor de edad hasta los dieciocho años, si bien es posible instar un
procedimiento de emancipación a partir de los dieciséis. Para ello, es
necesario acudir al pertinente juzgado en compañía de los progenitores, cuyo consentimiento
obligatorio facilita al aspirante una independencia anticipada que conlleva algunas
ventajas y no pocos inconvenientes.
Las
últimas generaciones de jóvenes han interiorizado la falsedad de que poseen
innumerables derechos pero casi ninguna obligación, aunque no sería justo acusarles
de ser los únicos culpables de semejante malentendido. Lo cierto es que las
consecuencias de este grave error están ahí para todo aquel que quiera verlas. Por
fortuna, existen dos preceptos del Código Civil relativos a la patria potestad
que no han sido derogados hasta la fecha y que afectan a las dos partes
implicadas en la relación paternofilial.
El
artículo 154 refiere que la patria potestad se ejercerá siempre en beneficio de
los hijos y comprenderá deberes y facultades como alimentarlos, vestirlos, educarlos
y representarlos. Pero, también, tenerlos en su compañía y velar por ellos. Paradójicamente,
esta última atribución se torna incompatible con la moderna exigencia juvenil de
no permitir a los adultos el acceso a su habitación, la revisión de sus
mensajes de móvil, la supervisión de sus chats en las redes sociales o la
comprobación de sus efectos personales, amparados en la férrea salvaguarda de
su intimidad, de tal manera que el verbo “velar” queda automáticamente vacío de
contenido. Y el artículo 155 especifica claramente que los hijos deben obedecer
a sus padres mientras estén bajo su potestad y respetarles siempre. E, incluso,
contribuir equitativamente, según sus posibilidades, al levantamiento de las
cargas de la familia mientras vivan con ella.
Los
años transcurridos desde el inicio de la transición a la democracia han sido
más que suficientes para reconvertir la figura del patriarca autoritario que
daba un puñetazo encima de la mesa sin atender a razones en el actual modelo de
papá colega al que se le llena la boca diciendo que es el mejor amigo de sus
hijos y que, por descontado, no se arriesga a ejercer sin complejos la necesaria
autoridad que le corresponde, por miedo a que le tachen de represor. Los problemas
surgen cuando, escudándose en el desconocimiento de las normas y dejándose arrastrar
por la corriente social mayoritaria, los adultos ceden ante determinadas
pretensiones juveniles que están totalmente prohibidas por las leyes, en base precisamente
a esa minoría de edad.
Actividades
tales como hacerse un piercing, comprar tabaco, consumir bebidas alcohólicas o
viajar solos requieren de la autorización expresa de quienes responden por
ellos. Dicho de otra manera, tanto si provocan algún percance como si lo sufren
en carne propia, los responsables indirectos de esos actos, tanto en
procedimientos civiles como penales, son sus padres y, visto lo visto, parece
que sólo unos pocos están mentalizados al respecto.
La
realidad es que el ejercicio de la paternidad, por gratificante que resulte, implica
un esfuerzo diario, constante y agotador que numerosos adultos, con el único
objetivo de evitar enfrentamientos desagradables que perturben la paz de su
hogar, no están por la labor de realizar. Mucho me temo
que el destino terminará por cobrarles la factura.
Estoy de acuerdo contigo, Myriam. Y al hilo de lo que dices, he visto una recomendación literaria "Tenemos que hablar de Kevin" de Lionel Shriver, que por lo que he podido investigar, pone los pelos de punta.
ResponderEliminarUn montón de besos
Tomo buena nota de tu recomendación, I, convencida de la oportunidad de la misma.
ResponderEliminarSeguimos en contacto permanente.
Besos desde el océano.