Nuestra vigente Carta Magna, votada en referéndum el 6 de diciembre de 1978, cumplió el pasado sábado treinta y seis años y en esta efemérides me declaro, una vez más más, ferviente partidaria de su urgente necesidad de reforma.
Desde hace no poco tiempo existe un debate social sobre la conveniencia de modificar determinados contenidos de la Norma Suprema. Sin embargo, la maduración de esta opción es inversamente proporcional a los deseos de la clase política contemporánea de ponerse manos a la obra. Por lo visto, la casta (sirva el popular apelativo) que nos dirige se encuentra bastante cómoda sobre este tablero de ajedrez que conforman los ciento sesenta y nueve artículos del texto. De hecho, tan sólo se han introducido dos exiguas modificaciones al mismo. La primera, la adaptación del originario artículo 13.2, por ser aquél incompatible con el posterior Tratado de Maastricht. La última, bastante reciente, la inclusión del principio de estabilidad presupuestaria en el artículo 135, sospechoso apaño de los dos partidos mayoritarios de la nación, amparados en la “gravedad de la situación económica” y que ahora el PSOE pugna por modificar.
Pero, más allá de estas actuaciones puntuales, nada ni nadie ha planteado una reforma constitucional de auténtico calado. Como mucho, se habla con la boca pequeña del lío que supondría la hipotética venida al mundo de un hijo varón al seno de la pareja formada por Letizia Ortiz y Felipe de Borbón.
Lo que es innegable es que aquel respeto reverencial que suscitaba el vértice de nuestro ordenamiento jurídico ha pasado a mejor vida y la culpa de ese desprestigio hunde sus raíces en el pésimo comportamiento de nuestros representantes políticos. La exigencia de cambios por parte de un cada vez más amplio sector de la sociedad despierta no pocos recelos y temores a importantes facciones de las formaciones políticas mayoritarias, convencidas de ser las guardianas por excelencia de las esencias del pacto de la Transición. Tratan de convencer a las masas de que, con la revisión de aquellos acuerdos posfranquistas, se pondría en riesgo el legado de toda una generación y reaparecería el miedo atávico a la confrontación de las dos Españas.
Pero yo no estoy de acuerdo en absoluto con estos posicionamientos a caballo entre la cobardía y la mediocridad. Creo que, treinta y seis años después, los ciudadanos hemos cambiado la percepción de aquel sacrosanto consenso y hemos sido capaces de comprobar sus luces pero también sus sombras. Sus virtudes y sus defectos -que son muchos y graves-. Educados en otras ideas y valores, empezamos a cuestionar algunos dogmas. Por consiguiente, ya va siendo hora de estimular un debate sereno y razonado sobre cómo deseamos articular nuestra futura convivencia y por ello no es ningún drama que varios aspectos básicos sean reformados y que algunas temidas Cajas de Pandora -como la alternativa a la Monarquía o la revisión del ruinoso modelo autonómico- sean abiertas.
A 6 de diciembre de 2014, con un país en crisis, con una separación de poderes tan sólo teórica, con un sistema electoral que no respeta la voluntad popular y con una mayoría de dirigentes –pertenezcan al partido que pertenezcan- cuya gestión y credibilidad rozan el esperpento, el orgullo de ser español está en peligro de muerte. Deberían tenerlo bien presente.
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