Me gusta la Navidad. Lo digo muy en serio. Los recuerdos
y experiencias que voy atesorando a su paso me llenan de felicidad. Antes, como
hija. Ahora, como madre. Sé de buena tinta que algunos me tachan de cursi, otros
de anacrónica, varios de monjil y, a poco que me descuide, hasta de carca, pero no me ofendo.
Soy una superviviente que venció hace años el vértigo a
la no integración social. Me siento, en ésta y en tantas otras cuestiones, como
ese piloto que conduce por la autopista en sentido contrario, mientras
experimenta una inexplicable y malsana satisfacción. Y como, de momento, puedo
sobrevivir a mi desafiante condición de perro verde sin lanzarme en brazos del
Trankimazín, miel sobre hojuelas.
Sé sin ningún género de duda que ese día llegará pero, si
mi destino piensa que voy facilitarle la labor, va listo. Y mira que persiste -insisto,
sin éxito- en que me una al numeroso
ejército de detractores de una celebración que, muy a su pesar, resiste el paso
del tiempo sin fisuras. Pero yo, invadida por la más terapéutica de las
nostalgias, procedo a trasladarme mentalmente cada cincuenta y dos semanas a un
espacio y un tiempo donde la Navidad no comenzaba, como por desgracia sucede
actualmente, a mitades de octubre sino, como dicta la lógica, a primeros de
diciembre.
Firmemente decidida a reproducir el formato navideño de
una infancia ya lejana, mi pesadilla se inicia cuando la Virgen aún está de
siete meses, momento en el me dirijo a llenar el carro de la compra y me topo
por sorpresa con una nutrida selección de turrones, roscos de vino, polvorones
y calendarios de Adviento de todos los tamaños y precios, estratégicamente
colocados en las estanterías de los pasillos centrales del supermercado. No
entiendo cómo la más humilde de las embarazadas no se pone de parto en ese
preciso instante. Desde luego, por falta de argumentos no será.
Sin haberme repuesto aún del impacto y ataviada con camiseta
de tirantes y sandalias (para neutralizar los veinticinco grados tinerfeños) comienzo
a escuchar por los altavoces del establecimiento el espantoso villancico de Boney M. que -ahora sí- me obliga a
tomar asiento, presa de una incontrolable sensación de falta de aire. Compruebo
con horror que ya se ha abierto la veda y los participantes en esta carrera de
despropósitos van tomando posiciones, dorsal en mano. Tienen dos meses por
delante para diseñar los fastos de un magno evento cuya razón de ser, cuyo
espíritu verdadero, es lo que menos importa.
Porque conviene tener claras las prioridades y lo primero
es lo primero, o sea, lo material. La dedicación al alma tendrá que esperar a
mejor ocasión. El estómago es su ídolo de barro y los menús de rigor, esa espeluznante selección de viandas a
precios estratosféricos que, una vez digeridas y transformadas en kilos
excedentarios, servirán para hacer más llevadera la cuesta de enero a los endocrinólogos,
se convierten en la principal preocupación de estas jornadas de homenaje a los
excesos. Los índices de etilismo e hipercolesterolemia no pueden defraudar,
dada la inversión realizada.
Tampoco es despreciable el grado de estrés asociado a la elección
y posterior compra de los inevitables regalos de rigor. Tan neurótica etapa se
desarrolla en dos fases consecutivas. La fase UNO está protagonizada por un orondo
anciano de barba blanca que proviene de lejanas y gélidas tierras. Las grandes
superficies, cegadas ante sus expectativas de negocio, se han encargado de introducirle
con calzador en nuestra civilización. Con confianza, sin complejos, como si compartiéramos
una historia en común. Por mor de tan influyentes madrinas, lleva lustros
compitiendo con los protagonistas de la fase DOS, entrados igualmente en años y
llegados de los desérticos confines del orbe. Este trío, al parecer con una
capacidad económica sustancialmente inferior, no ha podido contratar a unos asesores
de marketing mínimamente cualificados y su visita tardía -apenas dos días antes
de la vuelta al cole- juega claramente en su contra, a pesar de que a ellos sí les
avala un brillante currículo de historia y tradición. Una pena.
Superadas sendas pruebas de fuego -banquetes y obsequios-
y con los bolsillos como dos agujeros negros de la galaxia, resta lo
secundario. O sea, lo intangible. Lo espiritual, vamos. Y para triunfar en este
proceloso terreno de los afectos, lo ideal, una vez zambullidos en los océanos
de la informática y de la telefonía móvil, es perpetrar un texto de última
generación que sustituya a las inolvidables cartas manuscritas de antaño. ¿Cabe
acaso mayor muestra de cariño que un WhatsApp standard de contenido
cuasidiabético? Sí. Cabe. Los empalagosos e impersonales Christmas que
proliferan por Internet saturando las bandejas de entrada.
Con permiso, procedo a regresar al pasado. Aunque sea
mentalmente.
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