La
jornada de huelga general que ayer acaparó los principales titulares de prensa,
radio y televisión se vio salpicada también por otra noticia que a mí me
pareció infinitamente más dramática. La Consejería de Educación de Castilla-La
Mancha había abierto una investigación para esclarecer el suicidio de Mónica,
una menor ecuatoriana de 15 años, estudiante de la ESO del instituto Juan de
Ávila, en Ciudad Real, que presuntamente estaba siendo víctima de acoso
escolar. Según su familia, desde hacía un año había pedido el cambio de
instituto debido a graves problemas de convivencia con sus compañeros.
Acto
seguido, recordé que el 19 de abril de 2011 publiqué un artículo titulado ACOSO
ESCOLAR: SENTENCIAS DISTINTAS PARA UN MISMO DRAMA, en el que abordaba este
problema tan sangrante que, a mi modo de ver, nos denigra como sociedad. En él
manifestaba que multitud de inocentes víctimas de estas prácticas aberrantes
afrontan cada lunes su cruel destino con una mezcla de miedo, llanto y soledad.
Cuando cruzan el umbral del colegio, un selecto grupo de matones inaugura su
demoledor “via crucis”, transformando lo que debería ser un lugar para el
aprendizaje y la convivencia en una prisión de máxima seguridad en la que no
pocos niños maldicen su infancia mientras cumplen cadena perpetua. Cualquier
excusa es válida a la hora de escoger la diana de turno. Ser gordo o flaco, feo
o guapo, listo o tonto, se torna en motivo suficiente para resultar agraciado
en tan siniestra lotería. La única característica común e ineludible que se les
exige a los ganadores del sorteo es la incapacidad de defenderse y el terror
ante la perspectiva de ser acusados de chivatos si osan relatar los escarnios
que les infligen los gallitos del corral. La
sarta de abusos es tan heterogénea como los colores de la paleta de un
pintor, desde clavar lapiceros a rasgar ropa, desde pedir dinero a exigir
juguetes, desde la patada al escupitajo. Todo vale para saciar momentáneamente
la sed del verdugo. En el caso concreto de Mónica, le hacían un vacío
permanente, se colocaban por parejas en la puerta del baño impidiéndole el
acceso al mismo y no consentían que tomara asiento en el autobús, entre otros
desmanes.
Los
expertos en esta materia han constatado que el daño más grave que padecen las
víctimas de estos abusos son los cuadros de estrés postraumático, que les hacen
candidatos a arrastrar inseguridades en la edad adulta y a padecer un
permanente complejo de inferioridad. Abundando en el mismo tema, recordaba asimismo
la muerte del adolescente vasco Jokin Ceberio el 21 de septiembre de 2004, un
suceso que obró sobre la conciencia colectiva el efecto de un aldabonazo seco
en mitad del corazón. Por aquel entonces, un familiar del joven guipuzcoano se
preguntaba en una carta a los medios de comunicación dónde miraban los profesores
mientras Jokin sufría delante de sus ojos y qué hacía el Estado con nuestros
hijos cuando se los confiábamos en sus escuelas.
Ciertamente, ¿qué clase de mundo estamos construyendo que
hace de niños tan pequeños torturadores sistemáticos y sin escrúpulos? Parece
mentira que, ocho años después, idénticos dramas se reproduzcan a diario en
numerosos centros educativos españoles. Por eso, apelo a la actuación
contundente del Poder Judicial y concluyo con las mismas palabras que utilice
entonces:
“Es
de todo punto imprescindible que los responsables del cuidado de nuestros
pequeños no pequen de pasividad e inacción y extremen la vigilancia para que
hechos tan deleznables como éstos no vuelvan a producirse jamás.”
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