Artículo publicado en "La Opinión de Tenerife" el 17 de abril de 2013
Esta semana he revivido la experiencia. El mismo tanatorio. La misma sala. La misma desolación. Esa sensación de orfandad que tan bien conozco. El llanto. El frío. El cansancio. El vacío. La nada.
Hasta ahora no había sido capaz de escribir una sola línea sobre la muerte de mi madre, a pesar de que partió de mi lado hace casi una década. Pero cuando estreché entre mis brazos a otras hijas de otra madre como la mía, el mismo tanatorio, la misma sala, la misma desolación, supe que lo haría.
De pronto, me visualicé frente a aquel féretro de antaño, un crucifijo como único testigo, agotada pero serena, contemplando a aquella dama rodeada de centros de flores que palidecían ante su belleza y su elegancia, aun después de muerta. En su rostro, la serenidad que reflejaba su entrega total por la familia, la satisfacción del deber cumplido, la capacidad de distinguir entre lo esencial y lo accesorio, la certeza de haber amado sin reservas. En mis oídos, el eco de su voz ya muda, regalándome infinidad de sabios consejos que me siguen acompañando todos los días de mi vida.
Supe que lo haría por ella y por tantas otras de sus congéneres anónimas, símbolos de una generación de posguerra estigmatizada por la falta de oportunidades. Hijas, hermanas, esposas, madres, abuelas, tías y amigas cuya trayectoria vital ausente de reproches merece ser contada. Esas mujeres que se han ido de este mundo dejándonos su experiencia como legado y su ejemplo como la herencia más preciada. Piedras angulares de un pasado necesario para el presente de los suyos y para el futuro de los nuestros.
Y supe que lo haría porque el amor no entiende de distancia ni de tiempo, porque mi deuda para con ella es infinita y porque sin su luz no sería ni sombra de lo que soy.
Se dice que no existe mayor dolor que enterrar a un hijo. Mirando a los míos de reojo mientras escribo estas líneas, estoy plenamente convencida de que así es. Se dice, asimismo, que separarnos definitivamente del ser que nos dio la vida equivale a cortar de un tajo ese cordón umbilical de carne y de metáfora que nos ha unido a sus entrañas desde el origen. Pero, en esta ocasión, no me mueve el convencimiento, sino la total seguridad que avala a quien ya ha pasado por ese trance.
Por ello, comparto al cien por cien la visión de la periodista y escritora Rosa Montero en su última obra “La ridícula idea de no volver a verte” cuando afirma que «sólo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo. La Tierra detiene su rotación y las trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo de purpurina». Nunca un título dio en el clavo tan certeramente, porque la necesidad cada vez más imperiosa de su presencia se estrella contra la ridícula idea de no volver a verlas más que en sueños.
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