Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 1 de noviembre de 2013
Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 2 de noviembre de 2013
Amparada en una incomprensible
tendencia al alza en los últimos tiempos, la celebración de Halloween toca un
año más a nuestras puertas con más trucos que tratos, dando así carpetazo al
mes de octubre. Y también un año más me asalta una idéntica sensación de
perplejidad, que viene a añadirse a la que “in illo tempore” me produjo el
desembarco navideño de otro extranjero, Santa Claus, anciano bonachón cuyo nexo
de unión con la cultura latina equivale a un cero a la izquierda pero que, Coca
Cola mediante, se erige como encarnizado competidor comercial de nuestros
históricos Reyes Magos.
Al margen de la religiosidad que
impregna ambas celebraciones (la festividad de Todos los Santos y de los
Difuntos en el primer caso, la de Navidad en el segundo) y de la que no pocos
reniegan, no estaría de más reflexionar sobre la deriva borreguil de esta
sociedad, dispuesta tanto a abrazar con fervor cualquier costumbre foránea como
a menospreciar sin reparos las tradiciones ancestrales que en ella nacen. Es lo
que tiene la globalización, que condena a los ciudadanos a su condición de
consumidores y que transmuta a la mayor
parte de ellos en ovejas sumisas dispuestas a pasar por caja.
Porque no nos engañemos. A la postre,
todo se resume en una palabra: negocio. Negocio para los supermercados, que
colocan las golosinas envasadas en fantasmas y ataúdes en estantería
estratégicas. Negocio para las tiendas de disfraces, que hacen el agosto en
otoño vendiendo trajes de brujas, cadáveres y momias. Negocio para las
televisiones, que emiten películas de terror en sesión continua, intercalando
entre escena y escena una publicidad que les genera pingües beneficios. Y
negocio para los locales de ocio y restauración, que organizan toda suerte de
saraos gastroalcohólicos en la citada noche temática.
Incluso los propios centros
escolares fomentan el festejo de la siniestra calabaza de raíces celtas y
anglosajonas, decorando las aulas e ilustrando a los alumnos sobre el tema de
referencia. Demasiados escollos para sortear por los padres que se muestren
reticentes a que sus pequeños se sumen al terrorífico evento. Rápidamente serán
tachados de antipedagógicos por cuestionar que sus hijos disfruten de la velada
junto al resto de sus compañeros. O se les acusará de inmovilistas por aspirar
a que vivan estas jornadas como lo que realmente son: el marco escogido para
recordar a los ausentes, con o sin oraciones, con o sin visitas a los
cementerios, pero siempre desde el respeto a su memoria.
Vaya por delante que a mí me encanta
una fiesta y que soy feliz viendo felices a quienes más quiero. Sin embargo,
agradecería que tales muestras de júbilo, con sus correspondientes sobredosis
etílicas y diabéticas, hallaran cabida en otras fechas del calendario (que doce
meses, cincuenta y dos semanas y trescientos sesenta y cinco días dan para
elegir). Y, ya puestos a celebrar el tránsito al 1 de noviembre, echemos mano
de nuestros clásicos y visitemos el camposanto de la mano de Don Juan Tenorio. Muchos
espectadores ya hemos tenido el privilegio de presenciar esta extraordinaria
función que la compañía tinerfeña Timaginas Teatro, bajo la dirección de su “alma
mater” Armando Jerez, representa en las tablas canarias desde hace un lustro.
A
buen seguro, Tirso de Molina y José Zorrilla estarán aplaudiendo desde el más
allá su profesionalidad y entrega. En un montaje cuya escenografía,
iluminación, vestuario y música resultan impecables, los actores interpretan cada
papel con un entusiasmo contagioso, metiéndose al público (miles de escolares
entre ellos) en el bolsillo. Además, la recaudación obtenida en esta edición se
destinará a la Fundación Eidher para niños con enfermedades raras. Mi
agradecimiento más profundo a todos ellos por este regalo de tradición y
cultura propias. Por lo que a mí respecta, seguiré utilizando las calabazas
para cocinar un buen potaje.
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