Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 26 de septiembre de 2014
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 26 de septiembre de 2014
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 26 de septiembre de 2014
La cuestión de si deben
dimitir los políticos cuando resultan imputados por un hecho que supuestamente
han cometido centra en las últimas semanas una parte del debate mediático,
coincidiendo con otra nueva imputación de la alcaldesa de Alicante, Sonia
Castedo, por prevaricación y tráfico de influencias. La máxima regidora del
Ayuntamiento de la capital mediterránea, perteneciente al Partido Popular, se resiste
a presentar la dimisión a pesar de su escandalosa situación personal. Desde
luego, en un país como el nuestro, donde conjugar el verbo “dimitir” en el
ámbito político es prácticamente una utopía, no sorprende la voluntad de hierro
de la señora Castedo a la hora de aferrarse a la poltrona municipal. Lo que no
tiene justificación alguna es la resistencia de su partido -el mismo que hoy
gobierna España y cuyas siglas representa la mandataria- a enviarla a su casa
de una vez por todas. Con varias citas electorales a la vuelta de la esquina,
la estética de las candidaturas tanto a izquierda como a derecha no puede ser
más nefasta, por lo que urge desterrar esa querencia a salpimentar sus planchas
con uno o varios imputados, como si dentro de sus filas no existieran nombres
limpios de polvo y paja.
Pero en esta materia tampoco
existe un consenso generalizado. Juristas, sociólogos, politólogos y periodistas
defienden posturas contrapuestas sobre la actitud más conveniente a adoptar por
parte de los políticos que se enfrentan a un proceso judicial. Con el fin de clarificar
someramente algunos conceptos básicos, se entiende por “sospechoso” quien
brinda fundamentos para hacer un mal juicio de su conducta o de sus acciones.
El término, por lo tanto, comporta la connotación negativa de ser responsable
de algo malo, no bueno. Así, no se dice que un sujeto sea sospechoso de haber
hecho una obra de caridad. En el ámbito jurídico, la imputación es el acto que
implica la acusación formal de una persona por la realización de un concreto
delito. A partir de ese momento, en su condición de sujeto procesal, le amparan
ciertas garantías, como la presunción de inocencia o la defensa en juicio. En nuestro
Derecho Penal, el “imputado” se convierte en “procesado” cuando el Juez de
Instrucción -que es el encargado de investigar en un principio el presunto
hecho delictivo-, una vez concluida su investigación, considera que existen
pruebas suficientes para atribuirle a aquél la comisión de un delito, cediendo
el testigo a otro Juez o Tribunal que será el encargado de continuar con el enjuiciamiento.
Por último, se define como “condenado” al ciudadano al que se le impone la pena
asociada a un delito, tras haber quedado demostrada su culpabilidad en sede judicial.
No son pocos los que
consideran que en un Estado de Derecho es necesario dejar actuar a la Justicia,
de tal manera que el hecho de estar imputado no debería conllevar
automáticamente la dimisión, máxime cuando un buen número de causas que afectan
a representantes electos están impulsadas por sus adversarios con fines
electorales. Para algunos expertos, la dimisión es una decisión estrictamente
personal que depende de cada caso, en función del tipo de delito y de la
entidad de los indicios que se ponderan. En este sentido, no hay que olvidar
que, ante una sentencia finalmente absolutoria, el perjuicio causado al
afectado es prácticamente irreparable.
Sin embargo, los juristas
(y me incluyo), por regla general, se muestran más tajantes y creen que
cualquier cargo público debería dimitir ante una
resolución judicial que le afecte en un procedimiento. Un juez no imputa
gratuitamente y, si lo ha hecho, será porque ha visto evidentes indicios de
delito. Es verdad que la presunción de inocencia prevalece por encima de todo
pero no es menos cierto que un cargo público debería abandonar su puesto, al
menos temporalmente, para afrontar situaciones de este tipo.
Sea como fuere, la
polémica está servida, por más que continúe resultando estéril. La dimisión
raramente ha sido la opción escogida por nuestros representantes patrios (se
pueden contar con los dedos de una mano) y, desde luego, está visto que la
opinión de los diversos sectores de la población no les hace mella. De hecho, ni
les roza. No pasa de ser carne de tertulias radiofónicas y televisivas. Para
colmo de males, vivimos en un país en el que el repunte brutal de los casos de
corrupción -véase el reciente Caso Pujol-, no parece llevar aparejado un castigo
acorde en las urnas, efecto impensable en la mayoría de las naciones que
ejercen unos usos democráticos dignos y sanos y en cuyas sociedades el que la
hace la paga. Y lo peor de todo es que aquí no se vislumbra la luz al final del
túnel y dentro de unos meses nos veremos abocados por enésima vez a elegir
entre lo malo y lo peor. Así nos va.
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