Determinados temas de
índole social continúan siendo objeto de encendidos debates pese al transcurso
de los años. Uno de ellos, por el que reconozco sentir debilidad y que al
inicio de cada curso retorna como los ojos del Guadiana, es el referido a la
conveniencia o no del uso de los uniformes escolares.
Por lo general, los
argumentos que esgrimen los detractores de la prenda en cuestión no varían en
exceso década tras década, por lo menos desde que yo misma fui usuaria del
mismo en mi época estudiantil. Para más inri, se puede constatar que una parte
de tan airados enemigos ni siquiera tienen hijos en edad escolar. Me atrevo a
asegurarles que, en tal caso, su visión tal vez fuera otra bien distinta.
El caso es que al infeliz
atuendo lo acusan de servir de escaparate a la versión más reaccionaria y
conservadora de nuestra sociedad. Es más, según ellos, en él se materializa la
voluntad de emular a las escuelas más elitistas tanto en sus valores como en
sus formas externas, por lo visto altamente rechazables. Tan inflamables
ciudadanos, en un alarde de videncia, vislumbran en cualquier iniciativa de
ampliar su uso, además de a los colegios privados y concertados, a los
públicos, la vuelta a unos modelos educativos caducos, represores y
confesionales. Debe ser que quienes disfrutamos de sus evidentes ventajas somos
demasiado prácticos o andamos escasos de tiempo libre o, sencillamente, no
acostumbramos a ideologizarlo todo porque nos resulta agotador pasarnos la vida
ondeando banderas y sosteniendo pancartas.
Con independencia del
profundo respeto que guardo a todo padre que opte por enviar a sus hijos a
clase con ropa de calle, he de decir por propia experiencia que el uso del
uniforme reúne una serie de ventajas incontestables. La primera y más
importante es que, a la larga, favorece el ahorro familiar por ser la opción menos
cara. Compadezco a quienes tengan que adquirir un fondo de armario que cubra
las expectativas de cualquier adolescente, sea o no esclavo de las marcas, de
lunes a viernes. La segunda, estrechamente ligada a la anterior, es que evita
las interminables discusiones mañaneras acerca de la elección de la ropa, que
se traducen en retrasos asegurados y que lanzan al sufrido adulto en brazos de
los tranquilizantes.
Aún más defendible me
parece el efecto implícito de no discriminar a los alumnos en atención a su
capacidad económica, que de esta manera no se pone de manifiesto. Por no hablar
del penoso espectáculo que perpetran determinadas criaturas mostrando escotes y
tangas de camino a las aulas. Ahora va a resultar que exigir un mínimo de
respeto en el vestir se va a considerar un ataque frontal a la libertad de
expresión y al derecho a la propia imagen de los estudiantes…
En mi humilde opinión, el
fin último de la educación, sea pública, privada o concertada, consiste en
transmitir a los menores una serie de valores y de conocimientos que les conviertan
en futuros individuos con criterio, lleven uniforme o no lo lleven.
Hola guapísima bienvenida de tus vacaciones. Esoero que hayas descansado y disfrutado muchisimo. Este año el peque comienza el cole y lleva uniforme. Yo, de momento, solo le veo ventajas. Ya veremos si me equivoco...
ResponderEliminarBesicos.
Bien hallada, escritora. Tenemos una conversación pendiente. Mientras tanto, te confirmo que he disfrutado de las vacaciones y que desde ayer ya estoy a pleno rendimiento.
ResponderEliminarMe emociona la incorporación de tu pequeño al colegio y comparto tu sensación de ventaja de la uniformidad. De eso sé un rato, créeme, y no te equivocas.
Otro beso desde las cálidas Islas Afortunadas.