Amparada en una incomprensible tendencia al alza en
los últimos tiempos, la celebración de Halloween toca un año más a nuestras
puertas con más trucos que tratos, dando así carpetazo al mes de octubre. Y también
un año más me asalta idéntica sensación de perplejidad, que viene a
añadirse a la que “in illo tempore” me produjo el desembarco navideño de otro
extranjero, Santa Claus, anciano bonachón cuyo nexo de unión con la cultura
latina equivale a un cero a la izquierda pero que, Coca Cola mediante, se erige
como encarnizado competidor comercial de nuestros históricos Reyes Magos.
Al margen de la religiosidad que impregna ambas
celebraciones (la festividad de Todos los Santos y de los Difuntos en el primer
caso, la de Navidad en el segundo) y de la que no pocos reniegan, no estaría de
más reflexionar sobre la deriva borreguil de esta sociedad, dispuesta tanto a
abrazar con fervor cualquier costumbre foránea como a menospreciar sin reparos
las tradiciones ancestrales que en ella nacen. Es lo que tiene la
globalización, que condena a los ciudadanos a su condición de consumidores y
que transmuta a la mayor parte de ellos
en ovejas sumisas dispuestas a pasar por caja.
Porque no nos engañemos. A la postre, todo se
resume en una palabra: negocio. Negocio para los supermercados, que colocan las
golosinas envasadas en fantasmas y ataúdes en estanterías estratégicas. Negocio
para las tiendas de disfraces, que hacen el agosto en otoño vendiendo trajes de
brujas, cadáveres y momias. Negocio para las televisiones, que emiten películas
de terror en sesión continua, intercalando entre escena y escena una publicidad
que les genera pingües beneficios. Y negocio para los locales de ocio y
restauración, que organizan toda suerte de saraos gastroalcohólicos en la
citada noche temática.
Incluso los propios centros escolares fomentan el
festejo de la siniestra calabaza de raíces celtas y anglosajonas, decorando las
aulas e ilustrando a los alumnos sobre el tema de referencia. Demasiados
escollos para sortear por los padres que se muestren reticentes a que sus
pequeños se sumen al terrorífico evento. Rápidamente serán tachados de
antipedagógicos por cuestionar que sus hijos disfruten de la velada junto al
resto de sus compañeros. O se les acusará de inmovilistas por aspirar a que
vivan estas jornadas como lo que realmente son: el marco escogido para recordar
a los ausentes, con o sin oraciones, con o sin visitas a los cementerios, pero
siempre desde el respeto a su memoria.
Vaya por delante que a mí me encanta una fiesta y
que soy feliz viendo felices a quienes más quiero. Sin embargo, agradecería que
tales muestras de júbilo, con sus correspondientes sobredosis etílicas y
diabéticas, hallaran cabida en otras fechas del calendario (que doce meses,
cincuenta y dos semanas y trescientos sesenta y cinco días dan para elegir). Y,
ya puestos a celebrar el tránsito al 1 de noviembre, echemos mano de nuestros
clásicos y visitemos el camposanto de la mano de Don Juan Tenorio.
Muchos
espectadores ya hemos tenido el privilegio de presenciar esta extraordinaria
función que la compañía tinerfeña Timaginas Teatro, bajo la dirección de su “alma
mater” Armando Jerez, representa en las tablas canarias desde hace más de un lustro. A
buen seguro, Tirso de Molina y José Zorrilla estarán aplaudiendo desde el más
allá su profesionalidad y entrega. En un montaje cuya escenografía,
iluminación, vestuario y música resultan impecables, los actores interpretan cada
papel con un entusiasmo contagioso, metiéndose al público (miles de escolares
entre ellos) en el bolsillo.
Mi agradecimiento más profundo a todos ellos por
este regalo de tradición y cultura propias. Por lo que a mí respecta, seguiré
utilizando las calabazas para cocinar un buen potaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario