Por suerte o por desgracia, ya tengo
edad suficiente para establecer una comparativa entre mi época escolar en la
década de los setenta y la de mis hijos,
el menor iniciando la ESO.
Con apenas cinco años acudí al
colegio por primera vez y a lo largo de trece cursos fui destinataria de un
modelo educativo que, además de incidir en la importancia del conocimiento, aspiraba
como objetivo principal inculcar una serie de valores imprescindibles para la
formación de la persona, como el esfuerzo, la responsabilidad y el respeto. No
se puede negar que, en ocasiones, el sistema hacía aguas -la perfección no
existe- pero, en términos generales, opino que quienes formamos parte de
aquellas generaciones pre-LOGSE no deberíamos quejarnos en exceso.
Recuerdo con claridad que nuestros
temarios eran más extensos que los actuales. Nos obligaban a leer libros
completos en vez de la exigua selección de textos de hoy en día, ideada con la
absurda pretensión de no agotar a los alumnos con tan, al parecer, ardua tarea.
No existía este afán por el localismo reduccionista y la cultura general que
adquirimos era justamente eso, general, e incomparablemente más amplia que la
actual. Ahora, testigo de primera mano de la evolución de mis propios hijos, me
llena de perplejidad comprobar cómo las cabezas pensantes de los sucesivos
Ministerios de Educación del último cuarto de siglo se empeñan en inventar la
pólvora cuando, salvo casos excepcionales, la lógica se impone: si estudias, apruebas
y, si no estudias, suspendes.
En mi época ni se progresaba
adecuadamente ni se necesitaba mejorar. Los profesores se limitaban a valorar
del 0 al 10, con lo que facilitaban tanto a alumnos como a padres la
comprensión del mensaje recibido. De este modo, se ponían de manifiesto las
mejores capacidades o las mayores habilidades para enfrentar determinadas
materias y, con datos objetivos, era posible decidirse por un futuro
científico, humanístico, laboral o de otra índole.
De más está decir que las malas
notas no eran motivo suficiente para acudir a la consulta de un psicoterapeuta
infantil. La temida bronca casera se revelaba como la más eficaz de las
terapias. Los adultos apenas frecuentaban los colegios y no existía la
costumbre actual de las reuniones de principio de curso, ni las entregas de
notas en mano, ni las horas de tutoría obligatoria. En compensación, los
maestros se alzaban como referentes cuya autoridad nadie discutía, aunque, a
veces -todo hay que decirlo-, injustamente.
Sin embargo, a día de hoy, el
docente es uno de los colectivos profesionales con mayor incremento de bajas
por enfermedad laboral y un considerable número de quienes lo integran han
perdido la ilusión por el desempeño de una profesión eminentemente vocacional,
sintiéndose inermes para enfrentarse, por un lado, al incremento de las faltas
de respeto de niños y adolescentes y, por otro, a reclamaciones paternas a
menudo extemporáneas y carentes de fundamento.
Es muy decepcionante comprobar que
algunos de los cerebros que dirigieron en las últimas décadas las políticas
educativas decidieran que las jóvenes generaciones se igualaran por lo bajo, de
tal manera que quien se esforzaba, poseía talento y ganas de aprender, se veía
sin apenas alicientes cuando comprobaba que su compañero de pupitre, gracias a
los progresistas criterios de calificación de los centros escolares, obtenía (sigue obteniendo) unos réditos muy similares a los
suyos con una mínima dedicación al estudio. De hecho, aspirar a la excelencia
se contempla, en el mejor de los casos, como una utopía y, en el peor, como la
pretensión de cuatro pedantes pasados de moda.
Por ello, convencida de que la CULTURA y el SABER corren grave peligro, me
llena de inquietud la noticia que leo hoy en la prensa digital, acerca de la denominada
“Escuela del futuro”: los sistemas
educativos de todo el mundo sufrirán grandes modificaciones de aquí a 2030,
propiciados por la revolución tecnológica. En los próximos quince años,
Internet va a convertir los colegios en entornos interactivos que pondrán patas
arriba las formas tradicionales de aprendizaje y cambiarán la manera de ser de
docentes, padres y estudiantes.
Las clases
magistrales desaparecerán y el profesor ya no ejercerá sólo como transmisor de
conocimientos, sino que tendrá como principal misión guiar al alumno a través
de su propio proceso de aprendizaje. El currículo estará personalizado a la
medida de las necesidades de cada estudiante y se valorarán las habilidades
personales y las prácticas, más que los contenidos académicos.
La red será la
principal fuente del saber, incluso más que el colegio, y el inglés se
consolidará como la lengua global de la enseñanza. Asimismo, la educación será
más cara y durará toda la vida.
Ante semejante panorama, me limitaré a reproducir dos
frases de expertos en la materia cuyo contenido comparto al cien por cien:
«Aprender a
aprender está bien, pero primero hay que saber de Matemáticas, Ciencias o
Historia. Lo que nos sirve es el conocimiento, porque no se aprende fuera de él»
(CARMEN RODRÍGUEZ, Profesora de Didáctica y Organización Escolar de la
Universidad de Málaga).
«Se dice que
ésta es la generación mejor preparada, pero los universitarios españoles no
saben lo que es el Barroco y nunca han leído a Cervantes. Si lo que pretendemos
es formar tecnócratas, primarán las habilidades y los conocimientos quedarán
reducidos» (FELIPE DE VICENTE, Presidente de la Asociación Nacional de
Catedráticos de Institutos).
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