Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 17 de octubre de 2014
Articulo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 24 de octubre de 2014
Articulo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 24 de octubre de 2014
Vivimos tiempos de confusión pero, sobre
todo, de decepción. Las bases sobre las que cualquier sociedad de altura
tendría que sustentarse no pasan de ser, al menos en la nuestra, meras
acepciones que adornan los diccionarios y las enciclopedias, pero cuya virtualidad
es prácticamente nula. Algunos altos cargos y representantes políticos se
conducen a menudo de una forma tan siniestra que el ciudadano de a pie pierde
por completo la noción de lo que significan conceptos tan sagrados como
legalidad, legitimidad, justicia y moral, y tiende a confundirlos.
Guiada por un afán aclaratorio y utilizando
un lenguaje coloquial, diré que se entiende por “Ley” cada una de las normas o
preceptos de obligado cumplimiento que una autoridad establece para regular,
obligar o prohibir una cosa, generalmente
en consonancia con la justicia y la ética. En cuanto a la “Legalidad”, dícese
de la cualidad de lo que es conforme a la ley o está contenido en ella,
mientras que al hablar de “Legitimidad” se alude a la conformidad y adecuación a la ley o, también, a la facultad que avala
al órgano que la dicta.
Por otra parte, y como términos relacionados
con los anteriormente citados, el concepto de “Justicia” define la virtud que
inclina a dar a cada uno lo que le pertenece o corresponde, reservándose a la
“Equidad” la justicia del caso concreto. Inspiradoras e íntimamente
relacionadas, entre otros, con el ámbito jurídico, se sitúan (o, al menos,
deberían situarse) la “Moral”, que es la cualidad de las acciones humanas con
respecto al bien y al mal, y la “Ética”, entendida como la disciplina filosófica que estudia precisamente ese bien y ese mal y
sus relaciones con la moral y el comportamiento humano, o también como el conjunto
de costumbres y normas que dirigen o valoran dichas conductas.
De modo que, cuando nos asomamos a la actualidad y asistimos a la relación infinita de despropósitos e indignidades -cuando no, delitos- con los que nos mortifican ciertos sujetos privilegiados, es fácil concluir que el papel lo aguanta todo. El drama surge cuando teoría y práctica se enfrentan irremisiblemente y esa coletilla que adorna la definición de “Ley” ("generalmente en consonancia con la justicia y la ética") no pasa de ser una quimera, un brindis al sol, un ramillete de buenas intenciones. Es justamente entonces cuando a los ciudadanos de a pie, los que respetamos el ordenamiento jurídico, los que pagamos religiosamente los impuestos, los que cumplimos las sentencias judiciales y los que no tenemos tarjetas opacas con las que irnos de clubes de alterne ni de restaurantes de cinco tenedores, no nos consuela conocer las diferencias entre lo "legal", lo "legítimo" y lo "lícito", porque nos sirve de bien poco.
De modo que, cuando nos asomamos a la actualidad y asistimos a la relación infinita de despropósitos e indignidades -cuando no, delitos- con los que nos mortifican ciertos sujetos privilegiados, es fácil concluir que el papel lo aguanta todo. El drama surge cuando teoría y práctica se enfrentan irremisiblemente y esa coletilla que adorna la definición de “Ley” ("generalmente en consonancia con la justicia y la ética") no pasa de ser una quimera, un brindis al sol, un ramillete de buenas intenciones. Es justamente entonces cuando a los ciudadanos de a pie, los que respetamos el ordenamiento jurídico, los que pagamos religiosamente los impuestos, los que cumplimos las sentencias judiciales y los que no tenemos tarjetas opacas con las que irnos de clubes de alterne ni de restaurantes de cinco tenedores, no nos consuela conocer las diferencias entre lo "legal", lo "legítimo" y lo "lícito", porque nos sirve de bien poco.
Y es que, visto lo visto, es tan
perfectamente posible aprobar e imponer una ley ilícita e ilegítima por poderes
legales, aunque moralmente reprobables (véase el caso de las dictaduras
genocidas y los regímenes totalitarios), como esgrimir ante los tribunales la literalidad
de unas normas al servicio de un poder moralmente ilícito e ilegítimo, situado
por encima del bien común de los
ciudadanos y carente de consenso social.
Dicho de otra manera, puede que la legalidad aluda
al contenido de la ley pero, cuando ésta se interpreta torticeramente, se convierte en éticamente ilícita y socialmente ilegítima. Tener que lidiar con
esta realidad me afecta profundamente. Resulta desesperante constatar el abismo
que, en muchas ocasiones, separa lo legal de lo moral y, por qué no decirlo, de
lo decente. Así que, cada vez que escucho a quienes saquean nuestras arcas y a
quienes se burlan de nuestro ordenamiento jurídico utilizar como argumento de
defensa que sus actuaciones se enmarcan "dentro de la legalidad", me pregunto hasta
cuándo voy a poder convencer a mis hijos de que la honestidad y la ética han de
acompañar permanentemente su proceder.
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