Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 21 de noviembre de 2014
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 23 de noviembre de 2014
A cuenta de los últimos avances -no falta quien los
considera retrocesos- en materia de fecundación (desde los vientres de alquiler
a la inseminación artificial, pasando por la congelación de óvulos para
retrasar la gestación y, así, no entorpecer una virtualmente exitosa carrera
profesional), me ha venido a la memoria un artículo relativo a los distintos
enfoques sobre el concepto de instinto maternal que, en su momento, me llamó
poderosamente la atención. En él se afirmaba que, contra todo pronóstico, cada
vez existen más mujeres que aseguran no saber de qué va ese impulso primario
que supuestamente todas las féminas traemos de serie, aunque también hay quien
afirma que se trata de un invento exclusivamente cultural.
La filósofa y escritora francesa Elisabeth Badinter,
que ya en 1981 escribió la obra ¿Existe
el amor maternal?, incide sobre el mismo tema tres décadas después en su libro
El conflicto, la mujer y la madre, aportando nuevas reflexiones sobre un asunto
tan vigente como discutido. Buceando en sus páginas, la autora afirma que el
modelo de “buena madre” que prima en la actualidad representa un paso atrás en
la liberación de la mujer. Asimismo, defiende que ya no se puede hablar de las
mujeres como un bloque unitario y que, en su opinión, el género femenino se
posiciona en dos bandos distintos y hasta opuestos cuando se aborda esta
cuestión tan relevante desde el punto de vista social.
En el primero, gracias o por culpa del psicoanálisis
infantil (cuyos especialistas han convertido a los menores en unos seres que
exigen más y más cuidados por parte de quien asume su crianza como si fuera un
trabajo a tiempo total), se alinean las mujeres que consideran que el niño es
lo primero y que la madre viene después. Por contra, el segundo lo integran
aquellas que no se resignan a dejar de compaginar sus deberes de progenitoras
con los deseos y necesidades propios de su condición femenina.
Releer el artículo de referencia me ha servido para
reafirmarme en mi profunda convicción de que es injusto, amén de improcedente,
hacer distingos entre “buenas madres” y “malas madres”. Conozco a mujeres de
todo tipo, con instinto maternal y sin él. Tengo amigas a las que Elisabeth
Badinter encuadraría sin dificultad en sus teóricos grupos A y B y, desde
luego, a todas ellas las considero las mejores madres para sus hijos. Me niego
rotundamente a juzgar ni la capacidad de amar ni el nivel instintivo de ninguna
de mis congéneres, como si de un examen o una competición deportiva se tratase.
Por el contrario, me enorgullece comprobar a diario que en su ánimo está el dar
lo máximo de sí mismas a los que un día trajeron a este mundo.
También desconozco cuál es el perfil, si es que
existe, de “madre perfecta” pero, en todo caso, considero que ese supuesto
modelo está completamente fuera de la realidad del siglo XXI. De la misma
manera que respeto profundamente a las partidarias de la opción más clásica de
enfocar y prestar al cien por cien la dedicación a los menores, no dejo de
valorar la alternativa de las defensoras de la incorporación femenina al ámbito
laboral, a la que además añaden la ardua tarea de atender a los niños, con la
responsabilidad y el riesgo que ello comporta.
En mi medio siglo de existencia he tenido la fortuna
de toparme con mujeres que han sido madres, provistas o desprovistas de instinto
maternal, solteras, casadas, viudas y divorciadas, y con o sin trabajo (por
voluntad propia u obligadas por las circunstancias). En su inmensa mayoría, no
cambiarían la experiencia por nada del mundo. La maternidad es tarea de seres
fuertes, valientes y decididos, dispuestos a sacrificar su tiempo y su espacio
para sacar adelante a unas criaturas que, durante sus primeros años, son
totalmente dependientes. Ser madre es un reto al amor y también al dolor, como
lo es la vida misma, pero en ningún caso debe implicar el perder por el camino
la condición previa de mujer.
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